miércoles, 10 de junio de 2009

Con Chiara en el parque - Ramón Gil (cuento)

Ese sábado me levanté a las ocho, porque la cita era a las diez y siempre me toma una hora vencer la modorra del sueño. Había quedado en ver a Chiara. Ella insistía en que nos reuniéramos en la universidad, pero yo, hastiado de aulas, pizarras y tiza, sólo quería un lugar apacible en donde pudiera rozarle el brazo o susurrarle alguna frase íntima sin la presencia de algún oído intruso, escuchándonos.

Al final ganó mi propuesta. Cuando subíamos los tres o cuatro peldaños que conducían a un banco del parque, Chiara inició el diálogo. Empezó hablando de su soledad y de sus decepciones. Pero ya yo lo sabía porque me lo había contado Freddy cuando nos encontramos en el súper.

Después hablamos de mí, pero no por mucho tiempo porque le recordé las fotos que me había prometido. Entonces Chiara sonrió y pareció iluminársele el rostro. Abrió una carterita coquetísima de muñeca barbie y extrajo el álbum.

En las primeras fotos había una Chiara distinta a la muchacha que sentada a mi lado parecía hasta tímida. La Chiara de las fotos posaba en interiores blancos y rosa, en seductores interiores negros, en fin, en todos los colores imaginables. En otras, Chiara sin sostén, con los senos cubiertos con las manos, o por una simple pluma que apenas cubría el manjar de sus pezones. Y más adelante, fotos de Chiara de frente, con la mirada de una gata en celo, o de espaldas con sus hermosas nalgas blancas esperando que la besen, gritando en un lenguaje de celuloide por un toque suave de manos o un roce de lengua entre las piernas. Cuando cerré el álbum Chiara me miraba y sonreía. Yo no sabía que hacer.

¡Ay, muchachita! Tú no te quieres, atiné a decirle. Chiara acentuó su sonrisa. ¡Tengo hambre! dijo de sopetón. Lo que me sorprendió muchísimo porque las mujeres rara vez dicen esto en una primera cita.






Pasada la sorpresa, la invité a que comiéramos algo en una cafetería. Mientras caminábamos, me preguntó que cuál frase italiana me gustaba más si “Ti amo” o “Ti voglio bene”. Le dije que la primera y ella se decidió por la segunda porque era más secreta y se parecía menos al español ¿Y qué tiene de malo el español? Me atreví a preguntarle “Nada” dijo ella, pero hablar en español me hace sentir desnuda.

Sonreí. Me parecía extraño que le preocupara la desnudez del idioma y se mostrara tan poco recatada con la desnudez del cuerpo. “Tú no entiendes” dijo y pareció ponerse seria. Le pedí disculpas y ni siquiera sabía porqué. “Olvídalo” dijo Chiara y cuando entramos en la cafetería y ordenamos los jugos y los emparedados ya ella había olvidado el diálogo anterior.

¿Cómo te gustan las mujeres? Se aventuró a preguntar: “Con dos tetas, dos piernas, una vulva y una boca” le contesté. Chiara se echó a reír. “Eres un perro”, me dijo. Después el señor de la cafetería nos trajo todo y empezamos a comer. “Me gusta estar contigo”, susurró ella. “Buen provecho, Chiara”. Le contesté yo.

Éramos los únicos clientes de la cafetería a esa hora. El señor que nos atendió, el dueño supuse yo, se entretenía mirando un programa de entrevistas en donde los políticos prometían una y otra vez, acabar con las miserias de este y del otro mundo.

“Acércate un poquito”, dijo ella mientras se limpiaba la boca. Cuando pegué el oído a sus labios, me preguntó en un susurro si la quería. “Mucho”, le contesté pensando de nuevo en las fotos y sin poder apartar de mi imaginación su ombligo perfecto, la curva descendente de su vientre y esa mirada de pantera en acecho que transmitían tan bien todas sus fotos íntimas. “Pues dímelo siempre”, reclamó ella.

Iba a decirle una frase en italiano cuando el señor que suponía el dueño, se nos acercó y nos preguntó si deseábamos algo más. “Sólo la cuenta”, le dije. Cuando el hombre se apartó ya había olvidado la frase.

Pagué y salimos de la cafetería. Tenía pensado abordar el primer taxi que me encontrara, pues era todo cuestión de rutina: encontrar un taxi, invitarla a un hotel, hacer el amor, dejarla luego cerca de su casa, adiós y hasta la próxima cita.

Pasamos frente a cinco o seis taxis y no me atreví a montarla en ninguno. Lo que hice fue todo lo contrario de lo que acostumbro. Me fui conversando con ella hasta su parada y sintiéndome un poco avergonzado por lo que había pretendido hacer.

“Ya te quiero” dijo ella deteniéndose de repente y mirándome de lleno en los ojos. “Anjá”, dije yo, incómodo conmigo mismo y sin lograr apartar las malditas ganas de revolcarme con ella.

“Con que no me crees” se quejó ella. “No es eso”, le dije. Pero no me atreví más. Creo que ella me leyó las ganas y la cobardía en los ojos porque no dijimos nada por un momento. Así llegamos a la parada.

“Dame un beso antes de que venga la guagua”, me pidió Chiara. Se lo di suave como se da un beso de pena, pero sentí que algo empezaba a rompérseme dentro.

En realidad, no tuve mucho tiempo para pensar en ello porque vino la guagua y no hubo tiempo para más. Al doblar la esquina, Chiara todavía agitaba la mano. Gesto que para mí era inútil, pues no calmaba en absoluto, la desazón de su partida.

1 comentario:

  1. Wow, el autor cuenta una historia interesante sin alardes. Me gusta.

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