sábado, 12 de diciembre de 2009

El niño que dirigía el mar (cuento) - Moisés Muñíz

De pequeño, a Gabriel le encantaba dirigir el mar. Si Gabriel no estaba en el taller de ebanistería de su padre, en el liceo, o haciendo sus tareas, se le podía encontrar en el mismo sitio de siempre: en aquella piedra en forma de trapecio que se pronunciaba única entre los arrecifes del barrio Las Piedras, dirigiendo con su palito de almendra su eterno y acuoso mar sinfónico. Ese era su lugar preferido. Ahí se escondía por horas de su padre, que no era mala gente, como le decía su mamá, era otro típico borrachón de los barrios marginados, que no había logrado nada en su mísera existencia y ahogaba sus frustraciones con dos botellas de Brugal Añejo, dos cajetillas de Nacional y una paliza a su único hijo si no lo encontraba en el taller de ebanistería.

Gabriel nunca quiso ser albañil, pero desde los cinco años su padre lo obligó a trabajar en el taller, y su realidad de niño feliz, impregnado con esa condición rebosante, típica en los de su edad, se desvaneció y se ocultó para siempre detrás de los cuartones de madera sin cepillar, de los sinfines, de los serruchos oxidados, del aserrín, de su padre, del barrio mugroso sin aceras y casuchas de cartón y hojalata con calles de piedra, de la inmundicia. Por eso desde entonces se escurría en las horas de clases y se marchaba al pódium de su imaginación a dirigir el mar. Allí se le podía ver con su batuta de almendra, subido en su trono de piedra, haciendo lo único que lo hacía feliz. Cuando atardecía y el sol se iba extinguiendo con la desolación de Gabriel, sus manitas se alzaban y con ellas las crestas de las olas que estallaban en una sonora nota de timbales y redoblantes contra las rocas, y luego otro ademán y las mismas gotas que salían de la explosión musical danzaban en el aire desafiando la gravedad a favor del maestro y caían una a una, derramadas en notas de clarinetes en las hojas de las uvas de playa o en los almendros.

Gabriel no jugaba como los otros niños. Se levantaba de madrugada para hacer lo que su padre no hacía, ya que si el trabajo no se entregaba a tiempo la culpa recaía en él y las represalias eran aún mayores; cerca del mediodía regresaba a su casa, la última de la calle, que no era más que una cueva de piedra filosa del farallón de arrecife que se asomaba a la boca del barrio, con una sola puerta de entrada y de salida, dos colchones roídos por los ratones, una estufa de mesa, y un sillón que un día trajo el mar en una crecida.

Bajo el sol candente llegaba Gabriel disfrazado de susto con la cara forrada de aserrín, menos los ojos blancos llenos de anemia, con dos latas de agua que llenaba lentamente de la llave pública, cuando había, una para su mamá, y la otra para darse un baño de gato y quitarse de arriba el destino de listones y clavos que su padre quería imponerle. Su madre no podía hacer más nada que guardarle el arrocito con arenque; y demasiado era. Casi nunca la veía porque salía de madrugada a lavar ropa del otro lado de la ensenada que separaba el barrio de Las Piedras del barrio de los ricos. Demasiado hacía ella y él lo sabía. Luego se iba al liceo. Allí todo era peor. El gobierno, que lo había comenzado en época de elecciones lo había dejado por mitad y en las pocas aulas que había plato llovía más adentro que afuera. La de Gabriel estaba techada con dos o tres planchas de zinc que habían donado algunos ricos en busca de aprobación social. Los profesores que valían la pena, vivían haciendo huelgas para que el gobierno terminara lo que empezó y les subiera el sueldo, otros cogían el sueldito para complementar la botella en el ayuntamiento y los últimos, a esos Gabriel los aborrecía: esos iban al liceo a buscar muchachitas con el cuento de que le quemaban las matemáticas sino se acostaban con ellos. A esas pobres infelices se les reconocía casi siempre por las notas altas y por la barrigota. En medio de este escenario, quién podía estudiar. Los únicos que le sacaban provecho al liceo eran los tígueres del punto de la esquina, que incluso ponían de mensajeros a los carajitos de primaria para entregar los pedidos. Uno de esos días se enfrentaron dos bandas y mataron a dos de los mejores amigos de Gabriel. Julia fue la primera en caer; ella era su noviecita desde los cinco años. Por eso ya no jugaba con los panitas. Por eso no creía en los hombres y mujeres de su barrio. Por eso no creía en los políticos. Por eso no creía en nada. Por eso mudó la felicidad. Por eso a falta de su propia felicidad había comenzado a buscar la de los demás.

La felicidad de Gabriel era difícil de detectar porque no descansaba en los detalles que generalmente se pueden notar en la mayoría de los niños. Su felicidad era una felicidad interna, subyacente a la realidad infantil, una felicidad muda que tenía que ver más con la de los otros que con la suya.

Minúsculo, como un granito de arena, Gabriel dirigía su destino y el de su madre, el de los otros, el de su barrio, el de sus amiguitos perdidos en el cemento de zapatero.

Ningún elemento del mar escapaba a su mando. Ni las olas incipientes que comenzaban a formarse antes del banco de corales, ni los corales, ni los pececillos, ni los peces grandes. Incluso el viento hacia lo suyo y silbaba a través de los túneles de las olas, o de los caracoles. Una concatenación perfecta, sublime, de la nación del mar en armonía. Con la izquierda dirigía las facciones más inquietas y revoltosas del mar, con la derecha, las que intentaban arrebatar a aquellas su lugar en la superficie. Así, en la orquesta de Gabriel todos eran iguales, todos gozaban de la libertad para participar en la gran sinfonía de la vida. Ningún elemento era menospreciado. Ninguno era mejor. Ninguno era peor. Ninguno era él.

Sus funciones eran cada vez más frecuentes. Ya comenzaba a sentirse responsable por el destino que dirigía en su interior. A veces quedaba extasiado con la varita en la mano, los ojos cerrados y la cabeza ligeramente inclinada hacia la izquierda, escuchando su creación, que por momentos parecía tener vida propia. A veces se imaginaba más grande, como un adulto, con su frac y un corbatín azul igual que el mar.

Gabriel era ya parte de ese paisaje. Mientras su figurita se recortaba contra la luminosidad de los atardeceres, él, anclado en su roca, dirigía las tempestades y las resacas de las olas y la espuma que hacía de coro celestial cuando las burbujas expiraban en el aire.

Pasaron los años y aquel mundo ficticio de Gabriel se convirtió en realidad. Ahora era un dirigente de casi doce años que había perfeccionado su método y afinado su oído para escuchar la más sutil de las notas. A esa edad ya era un músico consagrado. O mejor dicho, la música era él, el mar era él. Desde el momento en que ponía sus pies en el suelo frío y húmedo de la cueva en el barrio de Las Piedras, para disfrazarse de susto con aserrín, hasta cuando tenía que asistir al colegio en medio de un tiroteo, era él la música, era él el mar. Hasta cuando el papá llegaba borracho y lo encontraba estudiando a la luz de una vela y lo azotaba con un chucho de miembro de toro que había mandado a hacer para tales fines porque tenía que trabajar al otro día, era él en su pódium, libre, dirigiendo su nación del mar. Pero sobre todo lo era, cuando veía la cara de su madre sentada a su lado en el colchón tirado en el piso, curándole las heridas con esa expresión de infinita dulzura en sus ojos, tan oceánica, tan musical.

Una noche, en época de Pruebas Nacionales, luego de haber sacado un noventa y cinco en lenguaje, Gabriel salió del liceo y se fue a dar el último de sus conciertos. Esa noche fue grandiosa. Dirigió el mar como nunca. Con cada ademán de sus manos, las masas empapadas de júbilo enardecían hacia el cielo en gigantescas columnas de agua salada que sobrepasaban los almendros más altos; subían, bajaban, se entremezclaban formando lianas de color azul, mientras los peces pequeños y los grandes revoloteaban en franca camaradería, sin recelos, sin hacerle caso a conflictos pasados. Incluso las aves habían descendido hasta ellos, y danzaban entre las grandes olas, remojando en el olvido sus propios intereses de alimentarse de ellos. La luna lo vio todo esa noche, y también lo escuchó. Extasiado, luego de una ovación del viento que duró hasta el otro día, y meció las ramas de los árboles hasta sus pies, y mojó sus zapatos desaliñados y sus rizos quemados por el sol, Gabriel se marchó al taller para estudiar como otras veces sin el miedo de despertar a su padre con la luz de la vela. El examen de matemáticas era al día siguiente y él sabía que tenía que repasarlo una y otra vez porque nunca fue bueno en eso de los números. Luego de unas horas de estudio cerró los ojos, quizás por el cansancio de tantos años trabajando como un hombre, de tantas cucharas atrasadas, o quizás por el estado de fascinación en el que se encontraba. Mientras viajaba montado en la cresta de una ola, el viento tormentoso de esa noche hizo caer la vela y en poco tiempo el taller estaba en llamas. Cuando despertó estaba rodeado por un fulgor que casi lo quemaba, pero no era el sol cuando bajaba en el horizonte que teñía todo de plata como él lo había visto en esas tardes inolvidables, era el fuego que lo rodeaba por todas partes y comenzaba a asfixiarlo. Se levantó enseguida, tomó su mochila y comenzó a sacar las herramientas que podía del taller. Para cuando los vecinos intentaron socorrerlo, él ya tenía la mayor parte de los utensilios de trabajo fuera de peligro. El taller estaba prácticamente consumido por las llamas. La madera y el aserrín habían hecho su trabajo. El papá de Gabriel llegó con los ojos desorbitados, foete en mano, porque nunca andaba sin él, casi ciego por el humo, o por la juma infinita que siempre tenía y por la ira de ver el taller en llamas, y al ver al muchacho que descansaba en el suelo, exhausto, casi sin poder respirar, le entró a foetazos.

- Yo sabía que tú .taba en esa vaina desgraciado. Eso era oliendo cemento que tu .taba y mira ahora. Mira mi taller, maldito hijo de puta.

La gente trató de calmarlo pero no pudo y mientras seguía dándole foetazos, insultándolo y llamándolo mal hijo, se le acercó al oído agarrándolo por los cabellos y le dio la orden:

- Entra y búscame el serrucho, mal nacido, que no lo veo por parte y ese serrucho lo heredé de mi papá. ¡BÚSCALO, PA.NO MATARTE!

Gabriel se levantó más intoxicado por las palabras de su padre que por el monóxido de carbono que había inhalado, lo miró con resignación, tomó su palito de almendra como si pudiera dirigir también las llamas y se internó en el caserón incendiado. Esta vez, su madre que estaba del otro lado de la ensenada, no llegó a tiempo.

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