viernes, 25 de marzo de 2011

Umberto Eco es analizado y comentado en Palabras al viento

Aquí tenemos una vez más a los escritores de Sosúa analizando la vida, obra y milagros de uno de los grandes de nuestro tiempo: nada más y nada menos que el gran escritor Italiano Umberto Eco, cuya obra trascenderá como de las maś representativas del siglo XX.


lunes, 21 de febrero de 2011

Este es un programa especial de Palabras al Viento, dedicado al gran cantante y compositor español Joaquín Sabina, cuyas canciones desbordan una belleza poética excepcional.


lunes, 14 de junio de 2010

Ahora que has vuelto, René - Omar Messón - Cuento


A René del Risco Bermúdez.
Por todo lo que le faltó por contar.



Te vi llegar, sé que no advertiste mi presencia, me cubrían las
columnas de la glorieta del parque Salvador, de mí sólo quedaba,
como siempre, una silueta deforme y degradada, quizás por eso
–creí yo- no me reconociste. Luego me daría cuenta de que no
podías reconocerme, estaba demasiado cambiado con esta calva
que detesto y con estos lentecillos de amolador de serruchos
que me dan un aire de retardado mental. Te vi llegar y fue como
verificar una regresión de improviso a nuestros años de juegos
en el muelle, fue regresar a las “cuerdas” del grupo que voceaba
en mi contra “Ton Melitón, cojo y cabezón, al unísono –cual
coro de ángeles infernales- sin saber que dentro de mí algo se
moría de impotencia y de rabia.

Ahora que me ves aquí lustrándote los zapatos no te habrás
dado cuenta de que he buscado en tu mirada esa profundidad
con certeza de tragedia inevitable que siempre te acompañó, y
encontré en tus ojos tal desconcierto, René, tal dificultad para
reconocer los objetos que dejaste; notaba que los recuerdos
bullían en tu cerebro, peleaban en una hilera interminable por
reconocerse patriarcas de tu saudade, martirizaban implacables
tu prematura cabeza encanecida. Pero, no podía haber dudas,
a pesar de la pipa que te da un aspecto de Sherlock Holmes, a
pesar de tu incesante mirada escrutadora, desconfiada y triste,
eras René, eras el ente que llegaba a violar los espacios de olvido que me impuse frente al mundo cuando te fuiste y dejaste a
este “Ton Melitón, Cojo y cabezón” varado para siempre en una
nave pútrida que atracó una tarde de azul liceísta en el parque
Salvador. No había lugar para las dudas, eras el mismo trágico
muchacho de siempre.

Asumo que, ataviado como estás con esa corbata de rojo intenso,
eres un hombre de mundo y los hombres de mundo sólo
piensan en la buhardilla de París y en los tortuosos y románticos
amores de una tísica europea, de una Margarita Gautier encadenada
a los vaivenes de las olas de su corazón; quizás nunca lo
advertiste, René, pero te vi llegar como quien llega perseguido
por la sombra de un postrer fantasma que amenaza acuchillarlo
un día en que el sol subyugue las palmeras. Siempre noté en
ti esa manera inquieta de triturar las horas a la manera en que
triturábamos el azúcar parda que recogíamos en el piso de los
vagones del muelle ¿te acordarás de esto, René? azúcar que a
todos nos endulzaba el alma, menos a ti que te dejaba un amargo
sabor a resentimiento y que te hacía correr despavorido hasta
tu casa a vomitar el pecado de tu angustia para que tu madre no
se enterara que estuviste violando sus reglas sacramentales. Así
eras, René. Nunca te lo dije, pero tu madre, esa santa que tantas
veces mitigó mi hambre, a veces se encabritaba y me lanzaba
miradas fulminantes que yo interpretaba como un insulto que
acaba en la expresión “...ese muchachito del demonio”, porque
yo no era como tú, René, tú eras el orgullo de tu familia, eras el
estudiante sobresaliente del cual sus padres se sintieron siempre
muy orgullosos, no había oportunidad que desperdiciaran para
hacerte saber que tú eras diferente, que nuestros padres nunca se
preocuparon como ellos por una esmerada educación como la
que tú tenías, y para nosotros nada de eso revestía importancia,
eras nuestro amigo. Y en realidad eras diferente, René, tenías
un dejo de adulto, un mesurado espíritu meditativo que hacía
que todos te tomásemos en serio cuando, terminada una sesión
de ensimismamiento poético, hablabas de la muerte como del estado superior de la condición humana, del non plus ultra de la
perfección, y nosotros ¿Qué vaina es esa? Y tú sólo te reías de
nuestra ignorancia; muchas veces llegaste a repetir que el cuerpo
humano era una especie de esponja impregnada por el hálito
vital y que cuando ese hálito vital pesaba demasiado, abandonaba
aquella esponja y la convertía en simple materia orgánica. Yo
nunca entendí lo suficiente, hasta que, a fuerza de soledades y
silencios, de incesantes recuerdos y de angustias, fui devorando
libros en la biblioteca pública y fui, con la lentitud de quien primero
debe responder a los requerimientos del estómago y luego
a las inquietudes intelectuales, conociendo a Kafka, a Camus y
Sartre en lecturas paralelas, a Moravia, a Lagervisk, a Joyce y a
otros tantos autores que me fueron acercando a tu sabiduría de
comelibros, sólo acercando, René.

Quizás no lo sepas, René, porque, en el campo literario, la
capital no mira mucho hacia las provincias, pero tengo la suerte
de participar en algunas peñas literarias en las que mis juicios son
bien aceptados y tu nombre siempre se menciona como una de
las promesas literarias de este país. Créeme René, siempre he
evadido hablar de ti, porque los amontonados recuerdos hacen
aflorar alguna lágrima que sale de su almacén de nostalgia para
manifestarse en cuerpo y alma y entonces ya no sirven para nada
los nombres de obras famosas, los ejercicios de memorización de
nombres de autores y de situaciones novelescas, ya sólo queda
el irrefrenable impulso de llorar.

¡Cuántos recuerdos, René! Nos pasábamos horas interminables
comentando las películas del oeste norteamericano.
Durango Kid era nuestro favorito ¡Qué hombrón, ese Durango!
Nunca lo vimos sin sombrero. No importaban las acrobacias
que realizara encima de su caballo, nunca claudicó aquel sombrero.
Recuerdo el día en que salimos de ver la película El perro
andaluz que realizaran juntos Luis Buñuel y Salvador Dalí, nunca
te había visto coger una cuerda tan grande, René. Para todos los
del grupo aquello era un adefesio de película, un clavo. Para ti no, René, para ti era una obra de arte, y todos nosotros a reír a
carcajadas y tú: que no me jodan bola de estúpidos, y nosotros:
que no jodas tú, que como era posible comparar aquella película
con las de Durango y con las de La Momia y El Santo. ¡Cómo
nos reíamos de ti, querido hermano! No tengo que decirte que
con el tiempo nos dimos cuenta de que aquella suerte de surrealismo
no podíamos digerirlo como lo digerías tú, artista precoz
y que hoy –justo es decirlo- me doy cuenta que tenías razón.

Te vi salir del parque, René y te he seguido para ver lo que
haces. Cuando te he preguntado si ibas a lustrar tus zapatos,
me has respondido con un “sí” ausente, como si lo hicieras
para que yo no te jodiera. Te has sentado aquí frente a esta
vellonera y pareces no reconocer a muchos de los muchachos
que conformaban nuestro grupo. A Pepín, lo tienes al lado, es
el borracho que te pidió una tercia cuando recién entrabas, está
dormido; Moncito, el dueño del negocio, tendrá que sacarlo a
empujones, como todos los días. A tu espalda, está Toñito, el de
Casilda, a pesar de la resonancia de la música, puedo escuchar
su monótona conversación versada siempre sobre su experiencia
como marino de un barco mercante que recorrió los cinco
continentes; hoy día Toñito vive del dinero que le puede enviar
su hijo desde Nueva York, dinero éste que termina –en su mayor
parte- en la caja registradora de este bar. A tu diestra está Braulio,
el de Antón, que fracasó en su intento de llegar a jugar béisbol
en las grandes ligas y que ahora es entrenador de las pequeñas
ligas en el poco tiempo en que el alcohol no hace estragos de
su maltrecho hígado. Y aquí estoy yo, lustrándote los zapatos,
de vez en cuando miro tus ojos apagados, tu expresión de lobo
de mar y tu irresoluta manera de enfrentarte a tu pasado.

Estoy terminando de muchas cosas, René: de lustrarte tus
zapatos de charol francés; de confirmar que no me reconoces y
de saciarme de creer que soy un ser sin importancia. No sé cuál
será tu actitud si te digo que soy “Ton Melitón, cojo y cabezón”,
pero estoy seguro de que no me recuerdas, de que nunca habrás pensado en mí, yo, en cambio, estoy terminando de lustrar tu
zapatos de charol francés y no me quedará más remedio que
verte partir como partirán para siempre las ganas que tengo de
abrazarte ¡hermano mío!

domingo, 13 de junio de 2010

Servilleta - Winder García - Cuento

¿Matarías por ella?

Esto lo había atormentado toda la noche. Esa llamada de su
rival y el amor profesado a Glenda, no le permitían disfrutar del
café con leche que ya se enfriaba.

Recordó la noche que la conoció en el Pj´S, estaba con el
mexicano que degustaba una enchilada, ajeno del mundo.
El mexicano le quedaba de espaldas y ella de frente. El
extranjero no notó que le estaban levantando a su hembra y
seguía comiendo.

La muchacha fue al tocador y Juan la siguió. En el pasillo
cuando trató de hablarle, ella le dio un beso y volvió a su
mesa.

Cuando los novios pidieron la cuenta y se marcharon, Juan
no podía apartar su mirada de la muchacha.

Se acercó a la mesa y vio como por descuido una servilleta
doblada. La tomó y notó que había labios pintados. Eran de ella,
reconoció el color. Y había escrito un número telefónico.

Ocho meses después, el mexicano se enteró que Glenda tenía
un amante y a golpes le hizo confesar su número telefónico y
su nombre.

Juan estaba en Pj´S cuando lo llamaron.
¿Matarías por ella? Oyó que le preguntaban y entonces supo
que ya no tendría escapatoria.

La Sombra entre mis Sábanas - Minelys Sánchez

Tropecé con su mirada esta mañana y quise morir de verg
üenza. Me sentía asquerosamente culpable. No podía mirarlo,
no. Hacía tanto tiempo que me vigilaba. Se paraba frente a mi
cama todas las noches. Pero mamá y Lorenzo, juraban que era
sólo el producto de mi miedo. Cierto. Siempre me asustaba la
oscuridad y me aterraba que mi madre se alejara.


Ayer noche, desde que mamá salió, la sombra se metió entre
mis sábanas. Se tendió a mi lado y metió una mano entre mi
ropa íntima. Su dedo gordo y caliente se deslizó en mis partes.
Un calor placentero me invadió toda y me ablandé como spaghetti.
-¿Te gusta?- me susurró al oído y su respiración fogosa
me abrió la carne y me endureció los senos recién nacidos. –Sí-,
contesté temblando.

Apoyó un hierro duro y ardiente en mi trasero y lo rozaba
con la misma velocidad con que el dedo agitado iba y venía más
y más hasta que roncó como si le clavaran una puñalada y se
dejó caer sobre mí, medio muerto.

La sombra partió en silencio. Y yo quedé ahí. Confundida.
Mojada. Y nunca más he podido mirar al tío Lorenzo.

martes, 9 de marzo de 2010

Todo incluido - Minelys Sánchez - Cuento

Harto del súbete y disfrútame, única fantasía erótica que su cuerpo le permitía, Lothar, atraído por documentales que ofertaban, sol, playa y sobre todo, mujeres hermosas, decidió comprar un “paquete” e irse de vacaciones al Caribe.

Romina llevaba varios años en esta aldea sacudida por el turismo en masa, haciendo múltiples oficio para sobrevivir como madre soltera de tres hijos. Ignorando los consejos de su abuela Teresa que en momentos difíciles le decía: - Romina hija mía óyeme bien, sí Dios te lo hubiera puesto en un lado, fuera para tenerlo guardado, pero, ya que te lo puso en el medio ¡úsalo como remedio! Pero Romina había nacido con la convicción de ser una mujer seria.

Desde el principio de su memoria, Lothar había sido esclavo de sus complejos. Su gordura excesiva parecía aumentar sin que nada lograra detenerla y su delirio culinario no le ayudaba. Él era incapaz de frenarse ante la tentación de un “Schweinebraten". Las tardes de fútbol las disfrutaba desde un banco, zampando innumerables bombones de chocolate.

Romina era una mulata bien plantada, de huesos largos y firmes, poseedora de unos encantos misteriosos y una sonrisa cautivadora. Al llegar al pueblo tuvo múltiples ofertas, pero ella, una mujer sensata, prefirió el empleo de camarera en un hotel.

La vez que la madre de Lothar lo puso a régimen tratando de mejorar la figura de su único vástago, el abdomen del chico creció de forma alarmante. – ¡Humm! una salchichita, no me engordará, se decía Lothar al quedar solo en la cocina y sus ojos golosos tropezaban con el refrigerador: - ¡Oh, un par de cacahuates y un helado de mora! Mamá jamás lo notará.

De nada sirvieron médico naturista, desayuno de manzana, almuerzo de coliflor y cena de jugos naturales. Lothar se atoraba de todo cuanto le tenían prohibido. Se convirtió en el hazmerreír de los amigos y sus complejos llegaron a crecer tanto como su enorme cuerpo.

Cuando empezó a trabajar en ese hotel donde le asignaban un edificio de diez habitaciones para terminarla a media mañana, Romina decidió a cambiar de parecer. El salario que ganaba era humillante y el trabajo interminable. Un buen día la mulata reparó en las sabias palabras de su abuela Teresa ¿y por qué no utilizar lo del medio para remedio, y completar el mísero salario con jugosas propinas?

A sus veinticinco años, Lothar había tenido tres romances de unos pocos días y vivía con sus ganas rezagadas. Su mayor ilusión era subirse al menos un instante sobre una mujer. Pero, lo veía cada vez más difícil. Miraba apenado su reflejo en el espejo. Esa panza gigante, esas piernas cortas y esa cabeza pequeña como un coco, parecía el personaje de un circo. Pero ese invierno, Lothar se animó. Dejó a su madre y su romántica ciudad a la orilla del Rin y partió al Caribe lejano.

Las compañeras no entendían de qué mañas se valía Romina para sacar tanta propina y se esforzaban pasándoles periódicos a los espejos para dejarlos brillantes. Restregaban los inodoros con cloro hasta dejarlos tan blancos como perlas y arrastraban con sus escobas la más mínima hebra de cabello. Pero ninguna obtuvo más propina que Romina.

Esa mañana, llegando al comedor, Lothar advirtió que había olvidado su brazalete de „todo incluido“ y volvió a buscarlo. Romina, que empezaba a limpiar el cuarto, le ofreció una sonrisa bellaca que tradujo sus intenciones. Sobre su blusa sin hombreras, que ella se bajaba con malicia, se notaban sus senos voluptuosos. Y si al entrar en una habitación notaba que se trataba de hombre soltero (porque eso sí, Romina jamás se metía con un hombre casado) la mujer se recogía la falda de tal manera, que cuando se bajara quedaran en evidencia sus encantos.

Lothar vio más que una simple ropa íntima cuando la camarera se agachó a recoger ¿quién sabe qué cosa? Su enorme corazón se estremeció como sacudido por una descarga eléctrica. No hicieron falta las palabras. Los encantos de Romina derrumbaron el muro de los idiomas y Lothar se lanzó sobre ella como un exaltado ejército contra un bando enemigo.

Romina no se dio tiempo a calcular la cantidad de kilos que se había echado encima, hasta que sintió que no podía respirar y un amargo sabor a sangre le inundó la boca. Aplastada bajo esos quintales de grasa, creyó que su final había llegado y empezó a pedir auxilio. Su voz como salida de un subterráneo llegó a los oídos de sus compañeras.

¡Está muerto! Gritaron al unísono.

Romina, confundida abandonó el lugar como alma que lleva el diablo. Lothar quedó ahí. Con una leve sonrisa asomada en su semblante sin vida.

sábado, 6 de marzo de 2010

Persecución - José Ignacio Frion - Cuento

Resultaba normal que al finalizar el largo y tedioso día, cuando caía la tarde y llegaba la noche, sentir tras de sí aquella oscura e insistente presencia, tan pesada como una enorme losa. Pero lejos de inquietarse lo más mínimo, daba la impresión de que estuviese acostumbrado a ella de una manera que pudiera calificarse hasta de familiar. Ya ni siquiera se extrañaba en absoluto de que siguiera sus pasos allí donde fuera o se encontrara, ni que le espiara en todos y cada uno de sus momentos y movimientos, vigilancia que continuaba y no cesaba ni en el interior de su dormitorio, hasta llegado el momento en que tras la cena y al acostarse, después de leer las acostumbradas cuatro páginas de un libro, apagara la luz.

Lo que a pesar de todo no lograba comprender muy bien, era el porqué de aquel tenaz seguimiento que lo hacía estar continuamente alerta y a la defensiva, de manera que sintiese la necesidad de volver la cabeza cada quince o veinte segundos, para irremediablemente encontrarla allí, fría, oscura, enigmática, cercana, y a un tiempo distante. Incluso hasta se atrevería a decir, que en cierta manera, amenazante.

En un principio pensó que quizás pudiera tratase de un alma en pena vagando por la eternidad, o quién sabe si del fantasma de algún hombre o mujer quemados en la hoguera en los tiempos de la Santa Inquisición. Sin embargo, tomó la decisión de que por el momento lo mejor y lo más práctico sería ignorarla totalmente, para ver si de esa forma ella se aburría y dejaba al fin y para siempre de perseguirlo.

Recordaba con cierta tristeza, aquella vez en la que estuvo dando vueltas alrededor del faro del muelle durante más de dos horas, para ver quien de los dos se cansaba antes, hasta que tuvo que dejarlo, tras constatar que le fallaban las fuerzas para poder continuar, sintiéndola tras de sí en todo momento, aunque a veces pareciera que la dejaba atrás.






O aquella otra, la vez que puso una cuerda entre el picaporte de una puerta y una farola para que ella tropezara cayera se partiera la crisma y poder así eludir aquella maldición.

Tardó más de seis meses en darse cuenta de que la “Perseguidora”, como finalmente la bautizó, resultaba en realidad mucho más constante y obstinada de lo que en un primer momento pudo llegar a pensar, lo que le llevó a la preocupante y terrible conclusión de que no sería nada fácil desembarazarse de aquella pesadilla, si un buen día sintiera que su presencia se había vuelto harto molesta, peligrosamente absurda, e innecesaria en exceso.

Nunca en todo aquel largo tiempo de tenaz seguimiento, había intercambiado con ella ni una sola palabra o gesto, y evidentemente mucho menos alguna sonrisa. Era como si cada vez que la viese se tratara de algo nuevo o desconocido, a pesar de que hacía ya mucho tiempo, tanto que ni siquiera lo recordaba, que había advertido su presencia. Él por su parte, evitaba realizar ningún movimiento en falso que hubiese podido hacerle temer algún mal desenlace.

Tampoco su “compañera” mostraba el más mínimo interés en tratar de relacionarse con él, limitándose simple y llanamente a observarlo y seguirlo de cerca y de continuo. Mientras tanto, guardaba su secreto como algo absolutamente importante, sin hacer nunca el menor comentario con nadie, ni denunciarlo ante la policía, como alguna vez se le había pasado por la cabeza por si de algo peligroso pudiera tratarse. Muy al contrario, prefería realizar averiguaciones privadas, por su cuenta y de forma clandestina, intentando averiguar quien podría ser “aquella” que nunca le abandonaba y le perseguía continuamente sin tregua ni reposo.

Un buen día, decidió irse del pueblo, errando durante tres jornadas por los montes, por si podía en aquellos agrestes parajes deshacerse de la misma, y volver a casa libre de aquella horrible pesadilla. Y hasta se le veía andando por las calles, disfrazado con unas enormes gafas oscuras, una abultada boina, y una bufanda alrededor de la cara, a pesar de que era verano, todo ello con el fin de no ser reconocido por aquella maldita “Perseguidora”.






Aquella noche a pesar de la insistente lluvia también pudo verla, decidiendo entonces que había llegado el momento justo de saber en verdad de quién podría tratarse. Tras doblar una esquina se escondió rápidamente, esperando que al aparecer a su lado pudiera abordarla, pero se desanimó al constatar que transcurría el tiempo y no pasaba absolutamente nada. Después, nada más echar a andar, ella volvió a aparecer de nuevo, limitándose como siempre a seguirle a corta distancia y en silencio.

Tomó la decisión de que al llegar a casa comentaría todo aquello con los demás, pero tuvo que desistir al momento, recordando con pena y tristeza, como hacía ya tiempo, en aquella única ocasión que se atrevió a hablar de ello en el comedor a la hora del desayuno, se sintió profundamente muy dolido y ofendido, ante la incredulidad, risa, y comentarios faltos de todo respeto que de su relato hicieron todos.

Consultando su reloj y seriamente preocupado por lo avanzado de la hora, aceleró el paso seguido siempre por su fiel acompañante, mientras comentaba para sí y en voz baja, lo tarde que era, y lo mucho que se enfadaban en su actual vivienda, el Hospital Siquiátrico Provincial, cada vez que algún residente llegaba tarde para la cena.