sábado, 26 de septiembre de 2009

Ramón Gil habla sobre "Desidia" en Ecoparámetro







Desidia


Quizás sea hoy mi último día sobre la faz de la tierra y gran parte de ello es por mi culpa. Pude sólo estar condenado a una muerte, pero con el deseo de burlar un destino que consideraba invariable, me aseguré una segunda.

Todo hubiera sido tan simple si hubiese esperado, si me hubiese dejado ganar por mi eterna desidia. Pero no, esta vez tenía que ser diferente. No podía dejar que la vida me dictara su última voluntad. Por eso consideré indigno de mí que el destino o ese terrible azar que los creyentes llaman “Dios”, me impusieran su voluntad.




Desde que el doctor me dijera lo de la enfermedad, apenas pude articular, ¿Está usted seguro, doctor? Sí, fue su escueta contestación.

Nunca me había sentido nada y no era más que un examen de rutina.

- ¿Cuánto tiempo más calcula usted que me queda?
- No más de un mes si nos atenemos a los exámenes.

Me despedí del doctor, pero me prometí burlar la muerte a mi manera. Ningún destino decidiría por mí. Yo era el dueño absoluto de mi vida y la podía dejar en cuanto quisiera. Decidí suicidarme ese día. Fui directo a la veterinaria y compré el veneno más letal que tenían.

Llegué a casa y preparé un café fuerte como siempre me han gustado. Eché la mitad del veneno y lo moví. Y entonces, en cuanto hube terminado de prepararlo, me sucedió. Fue un ataque terrible de desidia y mi mano se negó a levantar la taza. Hice acopio de toda mi voluntad; miré de nuevo la bebida caliente, aromática y di la orden de nuevo. Mi mano se negó nueva vez. Me levanté, entonces, y traté de tomar la taza desde esta nueva posición. Inútil, también. En ese momento supe que nunca podría tomar esa taza con mis manos. Pero había otras soluciones.

Esa noche me acosté calmado a pesar de este primer fracaso y soñé distintas formas de suicidarme. La que me pareció más adecuada fue cortarme las venas sumergido en una bañera. Tal como lo había pensado, coloqué la navaja a poca distancia de mi brazo y cuando ya me sentía listo para cumplir con mi cometido, la tomé y acerqué a la muñeca derecha. La navaja de detuvo a cinco o seis pulgadas y por más que traté, mis manos, que rara vez se negaban a obedecerme, lo hicieron por segunda vez en apenas dos días.

Estaba a punto de darme por vencido cuando se me ocurrió contratar a un asesino. Revisé mis ahorros. Tenía suficiente, pensé y luego con buen humor y gran ánimo, me interné en los barrios de los bajos fondos donde por doscientos pesos hasta un niño te apuñala.

Quería una muerte limpia y que nadie sospechara que había burlado una primera muerte contratando una segunda. Así todo dependería de mí y sólo de mí. Me burlaría del azar. Pero aunque anduve todo el día, sólo pude conseguir un mísero número de teléfono. “Quiero ver a un asesino”, había ido pregonando por los barrios. La gente me tomaba por loco y nadie hacía caso de mi pedido. Así pasé todo el día encontrando apenas a uno que se apiadó de mí y por trescientos pesos consintió darme el número. Aunque venía cansado, levanté el auricular para llamar a mi liberador y sin darme cuenta siquiera, mis dedos atacados de desidia, se negaron a marcar. Entendí, entonces, que no había nada que hacer y que tenía que esperar. Me duché, me acosté y dormí con la paz del que tiene su conciencia limpia y no debe nada a nadie.

Al día siguiente, probé mis dedos y ya no se negaron. El teléfono timbró más de cinco veces del otro lado, pero nadie lo levantó. Lo intenté de nuevo. Esta vez a la tercera alguien lo tomó. Era una voz ronca pero agradable. Incluso se sentía amable y de persona bien educada. Me preguntó qué quería. Le expliqué todo. La voz no me interrumpió ni una sola vez. Cuando terminé y para asegurarse de que no fuera una broma me pidió que hiciera dos depósitos, uno para iniciar el contrato y el otro para cuando terminara. Era caro, me dijo, pero garantizaba su trabajo. Me alegró esto y ese día hice todo como me lo había pedido.

Desde ese momento, me poseyó una especie de hiperactividad y todo lo veía desde una óptica superior, diferente. Me sentía dueño de mí y mejor que esto, de mi destino. Había burlado la voluntad de los hados. Ahora yo era un dios.

La voz había prometido que haría su trabajo en los próximos siete días, así que no sabía con que tiempo contaba. Quizás fuesen horas solamente y esto, no sé por qué, me hacía feliz.

Empecé a ver todo lo que me rodeaba como si lo estuviera fotografiando, entonces vi a un perro abandonado y hambriento y sentí pena por él, vi a una mujer extremadamente bella que miraba a los hombres como desde un trono, vi a un hombre rebajado a la indignidad de pedir, vi la vanidad, la prisa y el orgullo y vi que todo esto era yo, y lloré por mí, por el perro, por el hombre y por la mujer. Entonces entendí que mi decisión de algún modo me estaba humanizando y todo aparecía ante mis ojos con increíble claridad. Llegué a la casa, exhausto y pleno. Me sentía lleno de la vida, pletórico de gozo y cada segundo me despedía de algo.

Los siguientes dos días fueron iguales y hasta temía que podía reventar de la emoción.

Una noche me dediqué a escuchar los sonidos más tenues, aquellos en los que nunca había reparado y por primera vez pude escuchar la labor paciente de la termita en la madera y me asombré a medianoche porque escuché mi propio latido del corazón y el fluir de la sangre por mis venas y supe como si lo hubiera descubierto en ese momento que estaba vivo. Me levanté, encendí la luz y fui hasta un espejo. Ese rostro barbudo y de mirada profunda era yo y ese reconocimiento de mí, es la felicidad más grande que he experimentado en mi vida hasta hoy. “Estar vivo”, dije en voz alta “¿Dónde estaba que nunca lo percibí?” y agradecí a la muerte porque me despertaba la vida y tanto me gustaba esta sensación que comencé a experimentar nuevos sabores y salaba la carne o comía sin sal y cada cosa que hacía era sencillamente maravillosa porque era la última y yo lo sabía.

Pero esta felicidad era extrema y sentía que estaba durando demasiado. Esperaba que la voz cumpliera lo prometido cuando sonó el teléfono. Era de mañana y la secretaria me urgía a presentarme ante el médico. Sonaba alegre y yo entendí que quería regalarme un poco de alegría porque me suponía triste.

Me presenté al consultorio. En cuanto la secretaria me vio, me hizo pasar. El médico me esperaba alegre y nervioso. Me pidió que me sentara y empezó a hablar. Entonces me dio la noticia y me habló del error al tiempo que se disculpaba.

Mis manos y esos dedos que a veces eran atacados por fuerte dosis de desidia, volaron hasta su cuello, pero no conforme lo abofeteé y luego empecé a pegarle con el puño. El doctor empezó a gritar y a sus gritos vinieron la secretaria, unos pacientes que ese día se consultaban y dos doctores.

El médico, en los límites que impone el pánico, no podía entender mi reacción, pero había malogrado miserablemente mi felicidad. Mi alegría de antes se convirtió en terror. A cada paso que daba, miraba a todos lados. La muerte se me hizo presente más que nunca y cada ojo que me miraba, cada conversación susurrada entre dos, me parecía una conspiración para exterminarme. Entonces como nunca, traté de aferrarme a lo inevitable.

Llegué a casa y marqué el número del que dependía mi destino. Quería suspender mi ejecución. Me nacieron, de repente, unas ganas locas de vivir, de perder el tiempo en nada, de ser uno más entre la multitud, un desconocido, un ente ignorado por todos y quise ser gusano, caracol u hormiga.

Marqué y el teléfono sonó como la vez anterior una vez, dos, cinco veces. Lo intenté y lo intenté, pero nadie lo tomó.

Me pasé el resto del día marcando y marcando. Por la noche, a pesar de lo terrible del momento, se apoderó de mí una calma y supe lo que debía hacer: escaparía, me iría bien lejos y me olvidaría del dinero. Siempre podía comenzar de nuevo y para ello sólo necesitaba la vida, una vida que yo había condenado y que ahora se me escapaba a cada segundo en forma de bala, soga o cuchillo.

Me preparé para escapar. Si lograba burlar a mi asesino por el día de hoy, él habría incumplido su contrato y esto lo obligaría a reconsiderar una contrapropuesta me imaginaba yo; y fue entonces cuando lo supe, con una certeza que me habría gustado tener en circunstancias más agraciadas de la vida, supe que no podría escapar, supe que este ataque de desidia de ahora era definitivo y que cuando se presentara el asesino, no podría mover ni un músculo de mi cuerpo para defenderme.

Palabras al viento. La vanguardia

Este programa corresponde a Agenda 3 con palabras al viento del miércoles 16 de septiembre de 2009. Los escritores Omar Messón, Ramón Gil y Óscar Zazo hablaron de la vanguardia en la literatura.













lunes, 7 de septiembre de 2009

Amores Reales - Cuento - Óscar Zazo



Por aquel tiempo la voluntad de las personas no contaba, y mucho menos las opiniones o los gustos, por lo menos los míos.

Me aburría la corte, pero allí me encontrada merced a los esfuerzos, intrigas y sobornos, que con tanta dedicación, entretejiera mi padre hasta conseguir hacerme cortesano.

Por mi propensión innata a la pereza y mi natural desinterés por las cosas, no fueron pocos los palos y castigos de los que me hice acreedor, al parecer con sobrada razón, hasta que consiguieron meterme en la mollera modales y protocolos necesarios para el desenvolvimiento en la corte. Tampoco tuve nunca prejuicios ni lastres de conciencia que menoscabaran mi dignidad, tales como orgullo, lealtad o vanidad. De manera que a la postre lograron convertirme en un cortesano joven, apuesto y ahora refinado.

Y me habría ido bien, de no ser por una serie de acontecimientos en los que me vi, involuntariamente envuelto.

Todo empezó el día en que, a pesar de mis disimulos, su regia majestad puso los ojos en mí, sabría Dios con qué intenciones.

Una tarde a la salida de palacio una dama de compañía de la reina puso en mis manos un “billete real” con instrucciones precisas. Se trataba de una cita secreta con su alteza aquella misma noche. Recomendaba máxima discreción, “so pena de muerte” pensé yo, con los más lúgubres augurios.

Lleno de aprensión, acudí a la cita entrando a palacio por las caballerizas, desde donde la dama de marras, me condujo a una recámara. Allí permanecí solo durante interminables minutos hasta que de improviso apareció la reina.

Rodilla en tierra incliné la cabeza – Majestad…

- Vamos al grano, - escuché perplejo – estáis aquí para hacer un servicio a vuestra reina.

- ¡Siempre majestad!- manifesté raudo - Pedid la luna y al punto removeré cielo y tierra para ponerla a los pies de vuestra merced. – Y añadí aun a riesgo de excederme en mi actitud pelota y servil – Podéis confiar a muerte, que vuestro súbdito y seguro servidor derramará hasta la última gota de su sangre…

- Dejad ya de decir sandeces, majadero, - atajó la reina - e iros desnudando que tengo poco tiempo – escuché con estupor

- Pero majestad…

- Ni majestad ni gaitas, estáis aquí para llevar a cabo lo que el rey no puede o no quiere hacer, y espero quedar satisfecha de vuestros oficios, que no son otros que preñarme lo antes posible por vuestro bien, por el mío y por el de la corona. Que para la descendencia siempre será mejor un discreto bastardo que el escándalo de una impotencia manifiesta. Y ¡ay! de vos si vais sobrado de lengua y flojo de verga como el inútil de vuestro rey… así es que basta de palabrería y al tajo.

Mucho miedo y poca experiencia no eran buenos aliados para acometer tamaña empresa. Aún así, me puse a ello diligente. Fue tal vez, mi condición de mozarrón saludable, lo que aportó brío suficiente para obviar ciertas trabas que obstaculizaban el buen desenvolvimiento de la tarea encomendada, a saber: primero, incisivo e hiriente tufo sobaquero. Segundo, abundante y tupida pelambre púbica, que por un buen rato despistó mi desentrenado sentido de la orientación.

Sea como fuere, y a pesar de mi torpeza como amante, esa noche y otras posteriores, cumplí a duras penas lo convenido como obediente y discreto donante de “mascadas”. Eso si, esgrimiendo como atenuante en mi defensa, la presión y, por qué no decirlo, el miedo que infundían durante el acto sus descalcificaciones y amenazas.

En el fondo de una mazmorra, encadenado en prisión preventiva, dijeron, recordé a no se qué imbécil cortesano diciendo eso de “no hay acción sin reacción”, y allí estaba yo tratando de desenmarañar eso de las causas y los efectos, temiendo, con buen criterio, que preñada o no la reina, ya mi cabeza, por no nombrar otras partes de mi anatomía, no valía nada.

Voces autoritarias rompieron el silencio de la madrugada despejando del todo mi duermevela. Cuando sonó el cerrojo de mi celda temí lo peor. El rey en persona ordenaba al guardia y al resto de la comitiva que le dejaran entrar solo. Mis ojos acostumbrados ya a la penumbra percibieron nítidamente un ceño fruncido y una mirada de gravedad inquietante. En cuanto sonó el portazo, el monarca avanzó hacia mi rincón con paso lento pero decidido. Yo me incorporé como pude y él se detuvo a escasa distancia, como sopesando lo que estaba a punto de hacer. Sus mandíbulas se tensaron y su barbilla tembló visiblemente. Entonces… me abrazó y lloró con gran congoja. Al poco su mano se deslizó hasta mi trasero y lo apretó con ganas. Involuntariamente se dibujó en mi rostro una casi imperceptible sonrisa de suficiencia.