martes, 9 de marzo de 2010

Todo incluido - Minelys Sánchez - Cuento

Harto del súbete y disfrútame, única fantasía erótica que su cuerpo le permitía, Lothar, atraído por documentales que ofertaban, sol, playa y sobre todo, mujeres hermosas, decidió comprar un “paquete” e irse de vacaciones al Caribe.

Romina llevaba varios años en esta aldea sacudida por el turismo en masa, haciendo múltiples oficio para sobrevivir como madre soltera de tres hijos. Ignorando los consejos de su abuela Teresa que en momentos difíciles le decía: - Romina hija mía óyeme bien, sí Dios te lo hubiera puesto en un lado, fuera para tenerlo guardado, pero, ya que te lo puso en el medio ¡úsalo como remedio! Pero Romina había nacido con la convicción de ser una mujer seria.

Desde el principio de su memoria, Lothar había sido esclavo de sus complejos. Su gordura excesiva parecía aumentar sin que nada lograra detenerla y su delirio culinario no le ayudaba. Él era incapaz de frenarse ante la tentación de un “Schweinebraten". Las tardes de fútbol las disfrutaba desde un banco, zampando innumerables bombones de chocolate.

Romina era una mulata bien plantada, de huesos largos y firmes, poseedora de unos encantos misteriosos y una sonrisa cautivadora. Al llegar al pueblo tuvo múltiples ofertas, pero ella, una mujer sensata, prefirió el empleo de camarera en un hotel.

La vez que la madre de Lothar lo puso a régimen tratando de mejorar la figura de su único vástago, el abdomen del chico creció de forma alarmante. – ¡Humm! una salchichita, no me engordará, se decía Lothar al quedar solo en la cocina y sus ojos golosos tropezaban con el refrigerador: - ¡Oh, un par de cacahuates y un helado de mora! Mamá jamás lo notará.

De nada sirvieron médico naturista, desayuno de manzana, almuerzo de coliflor y cena de jugos naturales. Lothar se atoraba de todo cuanto le tenían prohibido. Se convirtió en el hazmerreír de los amigos y sus complejos llegaron a crecer tanto como su enorme cuerpo.

Cuando empezó a trabajar en ese hotel donde le asignaban un edificio de diez habitaciones para terminarla a media mañana, Romina decidió a cambiar de parecer. El salario que ganaba era humillante y el trabajo interminable. Un buen día la mulata reparó en las sabias palabras de su abuela Teresa ¿y por qué no utilizar lo del medio para remedio, y completar el mísero salario con jugosas propinas?

A sus veinticinco años, Lothar había tenido tres romances de unos pocos días y vivía con sus ganas rezagadas. Su mayor ilusión era subirse al menos un instante sobre una mujer. Pero, lo veía cada vez más difícil. Miraba apenado su reflejo en el espejo. Esa panza gigante, esas piernas cortas y esa cabeza pequeña como un coco, parecía el personaje de un circo. Pero ese invierno, Lothar se animó. Dejó a su madre y su romántica ciudad a la orilla del Rin y partió al Caribe lejano.

Las compañeras no entendían de qué mañas se valía Romina para sacar tanta propina y se esforzaban pasándoles periódicos a los espejos para dejarlos brillantes. Restregaban los inodoros con cloro hasta dejarlos tan blancos como perlas y arrastraban con sus escobas la más mínima hebra de cabello. Pero ninguna obtuvo más propina que Romina.

Esa mañana, llegando al comedor, Lothar advirtió que había olvidado su brazalete de „todo incluido“ y volvió a buscarlo. Romina, que empezaba a limpiar el cuarto, le ofreció una sonrisa bellaca que tradujo sus intenciones. Sobre su blusa sin hombreras, que ella se bajaba con malicia, se notaban sus senos voluptuosos. Y si al entrar en una habitación notaba que se trataba de hombre soltero (porque eso sí, Romina jamás se metía con un hombre casado) la mujer se recogía la falda de tal manera, que cuando se bajara quedaran en evidencia sus encantos.

Lothar vio más que una simple ropa íntima cuando la camarera se agachó a recoger ¿quién sabe qué cosa? Su enorme corazón se estremeció como sacudido por una descarga eléctrica. No hicieron falta las palabras. Los encantos de Romina derrumbaron el muro de los idiomas y Lothar se lanzó sobre ella como un exaltado ejército contra un bando enemigo.

Romina no se dio tiempo a calcular la cantidad de kilos que se había echado encima, hasta que sintió que no podía respirar y un amargo sabor a sangre le inundó la boca. Aplastada bajo esos quintales de grasa, creyó que su final había llegado y empezó a pedir auxilio. Su voz como salida de un subterráneo llegó a los oídos de sus compañeras.

¡Está muerto! Gritaron al unísono.

Romina, confundida abandonó el lugar como alma que lleva el diablo. Lothar quedó ahí. Con una leve sonrisa asomada en su semblante sin vida.