sábado, 12 de diciembre de 2009

El niño que dirigía el mar (cuento) - Moisés Muñíz

De pequeño, a Gabriel le encantaba dirigir el mar. Si Gabriel no estaba en el taller de ebanistería de su padre, en el liceo, o haciendo sus tareas, se le podía encontrar en el mismo sitio de siempre: en aquella piedra en forma de trapecio que se pronunciaba única entre los arrecifes del barrio Las Piedras, dirigiendo con su palito de almendra su eterno y acuoso mar sinfónico. Ese era su lugar preferido. Ahí se escondía por horas de su padre, que no era mala gente, como le decía su mamá, era otro típico borrachón de los barrios marginados, que no había logrado nada en su mísera existencia y ahogaba sus frustraciones con dos botellas de Brugal Añejo, dos cajetillas de Nacional y una paliza a su único hijo si no lo encontraba en el taller de ebanistería.

Gabriel nunca quiso ser albañil, pero desde los cinco años su padre lo obligó a trabajar en el taller, y su realidad de niño feliz, impregnado con esa condición rebosante, típica en los de su edad, se desvaneció y se ocultó para siempre detrás de los cuartones de madera sin cepillar, de los sinfines, de los serruchos oxidados, del aserrín, de su padre, del barrio mugroso sin aceras y casuchas de cartón y hojalata con calles de piedra, de la inmundicia. Por eso desde entonces se escurría en las horas de clases y se marchaba al pódium de su imaginación a dirigir el mar. Allí se le podía ver con su batuta de almendra, subido en su trono de piedra, haciendo lo único que lo hacía feliz. Cuando atardecía y el sol se iba extinguiendo con la desolación de Gabriel, sus manitas se alzaban y con ellas las crestas de las olas que estallaban en una sonora nota de timbales y redoblantes contra las rocas, y luego otro ademán y las mismas gotas que salían de la explosión musical danzaban en el aire desafiando la gravedad a favor del maestro y caían una a una, derramadas en notas de clarinetes en las hojas de las uvas de playa o en los almendros.

Gabriel no jugaba como los otros niños. Se levantaba de madrugada para hacer lo que su padre no hacía, ya que si el trabajo no se entregaba a tiempo la culpa recaía en él y las represalias eran aún mayores; cerca del mediodía regresaba a su casa, la última de la calle, que no era más que una cueva de piedra filosa del farallón de arrecife que se asomaba a la boca del barrio, con una sola puerta de entrada y de salida, dos colchones roídos por los ratones, una estufa de mesa, y un sillón que un día trajo el mar en una crecida.

Bajo el sol candente llegaba Gabriel disfrazado de susto con la cara forrada de aserrín, menos los ojos blancos llenos de anemia, con dos latas de agua que llenaba lentamente de la llave pública, cuando había, una para su mamá, y la otra para darse un baño de gato y quitarse de arriba el destino de listones y clavos que su padre quería imponerle. Su madre no podía hacer más nada que guardarle el arrocito con arenque; y demasiado era. Casi nunca la veía porque salía de madrugada a lavar ropa del otro lado de la ensenada que separaba el barrio de Las Piedras del barrio de los ricos. Demasiado hacía ella y él lo sabía. Luego se iba al liceo. Allí todo era peor. El gobierno, que lo había comenzado en época de elecciones lo había dejado por mitad y en las pocas aulas que había plato llovía más adentro que afuera. La de Gabriel estaba techada con dos o tres planchas de zinc que habían donado algunos ricos en busca de aprobación social. Los profesores que valían la pena, vivían haciendo huelgas para que el gobierno terminara lo que empezó y les subiera el sueldo, otros cogían el sueldito para complementar la botella en el ayuntamiento y los últimos, a esos Gabriel los aborrecía: esos iban al liceo a buscar muchachitas con el cuento de que le quemaban las matemáticas sino se acostaban con ellos. A esas pobres infelices se les reconocía casi siempre por las notas altas y por la barrigota. En medio de este escenario, quién podía estudiar. Los únicos que le sacaban provecho al liceo eran los tígueres del punto de la esquina, que incluso ponían de mensajeros a los carajitos de primaria para entregar los pedidos. Uno de esos días se enfrentaron dos bandas y mataron a dos de los mejores amigos de Gabriel. Julia fue la primera en caer; ella era su noviecita desde los cinco años. Por eso ya no jugaba con los panitas. Por eso no creía en los hombres y mujeres de su barrio. Por eso no creía en los políticos. Por eso no creía en nada. Por eso mudó la felicidad. Por eso a falta de su propia felicidad había comenzado a buscar la de los demás.

La felicidad de Gabriel era difícil de detectar porque no descansaba en los detalles que generalmente se pueden notar en la mayoría de los niños. Su felicidad era una felicidad interna, subyacente a la realidad infantil, una felicidad muda que tenía que ver más con la de los otros que con la suya.

Minúsculo, como un granito de arena, Gabriel dirigía su destino y el de su madre, el de los otros, el de su barrio, el de sus amiguitos perdidos en el cemento de zapatero.

Ningún elemento del mar escapaba a su mando. Ni las olas incipientes que comenzaban a formarse antes del banco de corales, ni los corales, ni los pececillos, ni los peces grandes. Incluso el viento hacia lo suyo y silbaba a través de los túneles de las olas, o de los caracoles. Una concatenación perfecta, sublime, de la nación del mar en armonía. Con la izquierda dirigía las facciones más inquietas y revoltosas del mar, con la derecha, las que intentaban arrebatar a aquellas su lugar en la superficie. Así, en la orquesta de Gabriel todos eran iguales, todos gozaban de la libertad para participar en la gran sinfonía de la vida. Ningún elemento era menospreciado. Ninguno era mejor. Ninguno era peor. Ninguno era él.

Sus funciones eran cada vez más frecuentes. Ya comenzaba a sentirse responsable por el destino que dirigía en su interior. A veces quedaba extasiado con la varita en la mano, los ojos cerrados y la cabeza ligeramente inclinada hacia la izquierda, escuchando su creación, que por momentos parecía tener vida propia. A veces se imaginaba más grande, como un adulto, con su frac y un corbatín azul igual que el mar.

Gabriel era ya parte de ese paisaje. Mientras su figurita se recortaba contra la luminosidad de los atardeceres, él, anclado en su roca, dirigía las tempestades y las resacas de las olas y la espuma que hacía de coro celestial cuando las burbujas expiraban en el aire.

Pasaron los años y aquel mundo ficticio de Gabriel se convirtió en realidad. Ahora era un dirigente de casi doce años que había perfeccionado su método y afinado su oído para escuchar la más sutil de las notas. A esa edad ya era un músico consagrado. O mejor dicho, la música era él, el mar era él. Desde el momento en que ponía sus pies en el suelo frío y húmedo de la cueva en el barrio de Las Piedras, para disfrazarse de susto con aserrín, hasta cuando tenía que asistir al colegio en medio de un tiroteo, era él la música, era él el mar. Hasta cuando el papá llegaba borracho y lo encontraba estudiando a la luz de una vela y lo azotaba con un chucho de miembro de toro que había mandado a hacer para tales fines porque tenía que trabajar al otro día, era él en su pódium, libre, dirigiendo su nación del mar. Pero sobre todo lo era, cuando veía la cara de su madre sentada a su lado en el colchón tirado en el piso, curándole las heridas con esa expresión de infinita dulzura en sus ojos, tan oceánica, tan musical.

Una noche, en época de Pruebas Nacionales, luego de haber sacado un noventa y cinco en lenguaje, Gabriel salió del liceo y se fue a dar el último de sus conciertos. Esa noche fue grandiosa. Dirigió el mar como nunca. Con cada ademán de sus manos, las masas empapadas de júbilo enardecían hacia el cielo en gigantescas columnas de agua salada que sobrepasaban los almendros más altos; subían, bajaban, se entremezclaban formando lianas de color azul, mientras los peces pequeños y los grandes revoloteaban en franca camaradería, sin recelos, sin hacerle caso a conflictos pasados. Incluso las aves habían descendido hasta ellos, y danzaban entre las grandes olas, remojando en el olvido sus propios intereses de alimentarse de ellos. La luna lo vio todo esa noche, y también lo escuchó. Extasiado, luego de una ovación del viento que duró hasta el otro día, y meció las ramas de los árboles hasta sus pies, y mojó sus zapatos desaliñados y sus rizos quemados por el sol, Gabriel se marchó al taller para estudiar como otras veces sin el miedo de despertar a su padre con la luz de la vela. El examen de matemáticas era al día siguiente y él sabía que tenía que repasarlo una y otra vez porque nunca fue bueno en eso de los números. Luego de unas horas de estudio cerró los ojos, quizás por el cansancio de tantos años trabajando como un hombre, de tantas cucharas atrasadas, o quizás por el estado de fascinación en el que se encontraba. Mientras viajaba montado en la cresta de una ola, el viento tormentoso de esa noche hizo caer la vela y en poco tiempo el taller estaba en llamas. Cuando despertó estaba rodeado por un fulgor que casi lo quemaba, pero no era el sol cuando bajaba en el horizonte que teñía todo de plata como él lo había visto en esas tardes inolvidables, era el fuego que lo rodeaba por todas partes y comenzaba a asfixiarlo. Se levantó enseguida, tomó su mochila y comenzó a sacar las herramientas que podía del taller. Para cuando los vecinos intentaron socorrerlo, él ya tenía la mayor parte de los utensilios de trabajo fuera de peligro. El taller estaba prácticamente consumido por las llamas. La madera y el aserrín habían hecho su trabajo. El papá de Gabriel llegó con los ojos desorbitados, foete en mano, porque nunca andaba sin él, casi ciego por el humo, o por la juma infinita que siempre tenía y por la ira de ver el taller en llamas, y al ver al muchacho que descansaba en el suelo, exhausto, casi sin poder respirar, le entró a foetazos.

- Yo sabía que tú .taba en esa vaina desgraciado. Eso era oliendo cemento que tu .taba y mira ahora. Mira mi taller, maldito hijo de puta.

La gente trató de calmarlo pero no pudo y mientras seguía dándole foetazos, insultándolo y llamándolo mal hijo, se le acercó al oído agarrándolo por los cabellos y le dio la orden:

- Entra y búscame el serrucho, mal nacido, que no lo veo por parte y ese serrucho lo heredé de mi papá. ¡BÚSCALO, PA.NO MATARTE!

Gabriel se levantó más intoxicado por las palabras de su padre que por el monóxido de carbono que había inhalado, lo miró con resignación, tomó su palito de almendra como si pudiera dirigir también las llamas y se internó en el caserón incendiado. Esta vez, su madre que estaba del otro lado de la ensenada, no llegó a tiempo.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Ramón Gil habla sobre "Desidia" en Ecoparámetro







Desidia


Quizás sea hoy mi último día sobre la faz de la tierra y gran parte de ello es por mi culpa. Pude sólo estar condenado a una muerte, pero con el deseo de burlar un destino que consideraba invariable, me aseguré una segunda.

Todo hubiera sido tan simple si hubiese esperado, si me hubiese dejado ganar por mi eterna desidia. Pero no, esta vez tenía que ser diferente. No podía dejar que la vida me dictara su última voluntad. Por eso consideré indigno de mí que el destino o ese terrible azar que los creyentes llaman “Dios”, me impusieran su voluntad.




Desde que el doctor me dijera lo de la enfermedad, apenas pude articular, ¿Está usted seguro, doctor? Sí, fue su escueta contestación.

Nunca me había sentido nada y no era más que un examen de rutina.

- ¿Cuánto tiempo más calcula usted que me queda?
- No más de un mes si nos atenemos a los exámenes.

Me despedí del doctor, pero me prometí burlar la muerte a mi manera. Ningún destino decidiría por mí. Yo era el dueño absoluto de mi vida y la podía dejar en cuanto quisiera. Decidí suicidarme ese día. Fui directo a la veterinaria y compré el veneno más letal que tenían.

Llegué a casa y preparé un café fuerte como siempre me han gustado. Eché la mitad del veneno y lo moví. Y entonces, en cuanto hube terminado de prepararlo, me sucedió. Fue un ataque terrible de desidia y mi mano se negó a levantar la taza. Hice acopio de toda mi voluntad; miré de nuevo la bebida caliente, aromática y di la orden de nuevo. Mi mano se negó nueva vez. Me levanté, entonces, y traté de tomar la taza desde esta nueva posición. Inútil, también. En ese momento supe que nunca podría tomar esa taza con mis manos. Pero había otras soluciones.

Esa noche me acosté calmado a pesar de este primer fracaso y soñé distintas formas de suicidarme. La que me pareció más adecuada fue cortarme las venas sumergido en una bañera. Tal como lo había pensado, coloqué la navaja a poca distancia de mi brazo y cuando ya me sentía listo para cumplir con mi cometido, la tomé y acerqué a la muñeca derecha. La navaja de detuvo a cinco o seis pulgadas y por más que traté, mis manos, que rara vez se negaban a obedecerme, lo hicieron por segunda vez en apenas dos días.

Estaba a punto de darme por vencido cuando se me ocurrió contratar a un asesino. Revisé mis ahorros. Tenía suficiente, pensé y luego con buen humor y gran ánimo, me interné en los barrios de los bajos fondos donde por doscientos pesos hasta un niño te apuñala.

Quería una muerte limpia y que nadie sospechara que había burlado una primera muerte contratando una segunda. Así todo dependería de mí y sólo de mí. Me burlaría del azar. Pero aunque anduve todo el día, sólo pude conseguir un mísero número de teléfono. “Quiero ver a un asesino”, había ido pregonando por los barrios. La gente me tomaba por loco y nadie hacía caso de mi pedido. Así pasé todo el día encontrando apenas a uno que se apiadó de mí y por trescientos pesos consintió darme el número. Aunque venía cansado, levanté el auricular para llamar a mi liberador y sin darme cuenta siquiera, mis dedos atacados de desidia, se negaron a marcar. Entendí, entonces, que no había nada que hacer y que tenía que esperar. Me duché, me acosté y dormí con la paz del que tiene su conciencia limpia y no debe nada a nadie.

Al día siguiente, probé mis dedos y ya no se negaron. El teléfono timbró más de cinco veces del otro lado, pero nadie lo levantó. Lo intenté de nuevo. Esta vez a la tercera alguien lo tomó. Era una voz ronca pero agradable. Incluso se sentía amable y de persona bien educada. Me preguntó qué quería. Le expliqué todo. La voz no me interrumpió ni una sola vez. Cuando terminé y para asegurarse de que no fuera una broma me pidió que hiciera dos depósitos, uno para iniciar el contrato y el otro para cuando terminara. Era caro, me dijo, pero garantizaba su trabajo. Me alegró esto y ese día hice todo como me lo había pedido.

Desde ese momento, me poseyó una especie de hiperactividad y todo lo veía desde una óptica superior, diferente. Me sentía dueño de mí y mejor que esto, de mi destino. Había burlado la voluntad de los hados. Ahora yo era un dios.

La voz había prometido que haría su trabajo en los próximos siete días, así que no sabía con que tiempo contaba. Quizás fuesen horas solamente y esto, no sé por qué, me hacía feliz.

Empecé a ver todo lo que me rodeaba como si lo estuviera fotografiando, entonces vi a un perro abandonado y hambriento y sentí pena por él, vi a una mujer extremadamente bella que miraba a los hombres como desde un trono, vi a un hombre rebajado a la indignidad de pedir, vi la vanidad, la prisa y el orgullo y vi que todo esto era yo, y lloré por mí, por el perro, por el hombre y por la mujer. Entonces entendí que mi decisión de algún modo me estaba humanizando y todo aparecía ante mis ojos con increíble claridad. Llegué a la casa, exhausto y pleno. Me sentía lleno de la vida, pletórico de gozo y cada segundo me despedía de algo.

Los siguientes dos días fueron iguales y hasta temía que podía reventar de la emoción.

Una noche me dediqué a escuchar los sonidos más tenues, aquellos en los que nunca había reparado y por primera vez pude escuchar la labor paciente de la termita en la madera y me asombré a medianoche porque escuché mi propio latido del corazón y el fluir de la sangre por mis venas y supe como si lo hubiera descubierto en ese momento que estaba vivo. Me levanté, encendí la luz y fui hasta un espejo. Ese rostro barbudo y de mirada profunda era yo y ese reconocimiento de mí, es la felicidad más grande que he experimentado en mi vida hasta hoy. “Estar vivo”, dije en voz alta “¿Dónde estaba que nunca lo percibí?” y agradecí a la muerte porque me despertaba la vida y tanto me gustaba esta sensación que comencé a experimentar nuevos sabores y salaba la carne o comía sin sal y cada cosa que hacía era sencillamente maravillosa porque era la última y yo lo sabía.

Pero esta felicidad era extrema y sentía que estaba durando demasiado. Esperaba que la voz cumpliera lo prometido cuando sonó el teléfono. Era de mañana y la secretaria me urgía a presentarme ante el médico. Sonaba alegre y yo entendí que quería regalarme un poco de alegría porque me suponía triste.

Me presenté al consultorio. En cuanto la secretaria me vio, me hizo pasar. El médico me esperaba alegre y nervioso. Me pidió que me sentara y empezó a hablar. Entonces me dio la noticia y me habló del error al tiempo que se disculpaba.

Mis manos y esos dedos que a veces eran atacados por fuerte dosis de desidia, volaron hasta su cuello, pero no conforme lo abofeteé y luego empecé a pegarle con el puño. El doctor empezó a gritar y a sus gritos vinieron la secretaria, unos pacientes que ese día se consultaban y dos doctores.

El médico, en los límites que impone el pánico, no podía entender mi reacción, pero había malogrado miserablemente mi felicidad. Mi alegría de antes se convirtió en terror. A cada paso que daba, miraba a todos lados. La muerte se me hizo presente más que nunca y cada ojo que me miraba, cada conversación susurrada entre dos, me parecía una conspiración para exterminarme. Entonces como nunca, traté de aferrarme a lo inevitable.

Llegué a casa y marqué el número del que dependía mi destino. Quería suspender mi ejecución. Me nacieron, de repente, unas ganas locas de vivir, de perder el tiempo en nada, de ser uno más entre la multitud, un desconocido, un ente ignorado por todos y quise ser gusano, caracol u hormiga.

Marqué y el teléfono sonó como la vez anterior una vez, dos, cinco veces. Lo intenté y lo intenté, pero nadie lo tomó.

Me pasé el resto del día marcando y marcando. Por la noche, a pesar de lo terrible del momento, se apoderó de mí una calma y supe lo que debía hacer: escaparía, me iría bien lejos y me olvidaría del dinero. Siempre podía comenzar de nuevo y para ello sólo necesitaba la vida, una vida que yo había condenado y que ahora se me escapaba a cada segundo en forma de bala, soga o cuchillo.

Me preparé para escapar. Si lograba burlar a mi asesino por el día de hoy, él habría incumplido su contrato y esto lo obligaría a reconsiderar una contrapropuesta me imaginaba yo; y fue entonces cuando lo supe, con una certeza que me habría gustado tener en circunstancias más agraciadas de la vida, supe que no podría escapar, supe que este ataque de desidia de ahora era definitivo y que cuando se presentara el asesino, no podría mover ni un músculo de mi cuerpo para defenderme.

Palabras al viento. La vanguardia

Este programa corresponde a Agenda 3 con palabras al viento del miércoles 16 de septiembre de 2009. Los escritores Omar Messón, Ramón Gil y Óscar Zazo hablaron de la vanguardia en la literatura.













lunes, 7 de septiembre de 2009

Amores Reales - Cuento - Óscar Zazo



Por aquel tiempo la voluntad de las personas no contaba, y mucho menos las opiniones o los gustos, por lo menos los míos.

Me aburría la corte, pero allí me encontrada merced a los esfuerzos, intrigas y sobornos, que con tanta dedicación, entretejiera mi padre hasta conseguir hacerme cortesano.

Por mi propensión innata a la pereza y mi natural desinterés por las cosas, no fueron pocos los palos y castigos de los que me hice acreedor, al parecer con sobrada razón, hasta que consiguieron meterme en la mollera modales y protocolos necesarios para el desenvolvimiento en la corte. Tampoco tuve nunca prejuicios ni lastres de conciencia que menoscabaran mi dignidad, tales como orgullo, lealtad o vanidad. De manera que a la postre lograron convertirme en un cortesano joven, apuesto y ahora refinado.

Y me habría ido bien, de no ser por una serie de acontecimientos en los que me vi, involuntariamente envuelto.

Todo empezó el día en que, a pesar de mis disimulos, su regia majestad puso los ojos en mí, sabría Dios con qué intenciones.

Una tarde a la salida de palacio una dama de compañía de la reina puso en mis manos un “billete real” con instrucciones precisas. Se trataba de una cita secreta con su alteza aquella misma noche. Recomendaba máxima discreción, “so pena de muerte” pensé yo, con los más lúgubres augurios.

Lleno de aprensión, acudí a la cita entrando a palacio por las caballerizas, desde donde la dama de marras, me condujo a una recámara. Allí permanecí solo durante interminables minutos hasta que de improviso apareció la reina.

Rodilla en tierra incliné la cabeza – Majestad…

- Vamos al grano, - escuché perplejo – estáis aquí para hacer un servicio a vuestra reina.

- ¡Siempre majestad!- manifesté raudo - Pedid la luna y al punto removeré cielo y tierra para ponerla a los pies de vuestra merced. – Y añadí aun a riesgo de excederme en mi actitud pelota y servil – Podéis confiar a muerte, que vuestro súbdito y seguro servidor derramará hasta la última gota de su sangre…

- Dejad ya de decir sandeces, majadero, - atajó la reina - e iros desnudando que tengo poco tiempo – escuché con estupor

- Pero majestad…

- Ni majestad ni gaitas, estáis aquí para llevar a cabo lo que el rey no puede o no quiere hacer, y espero quedar satisfecha de vuestros oficios, que no son otros que preñarme lo antes posible por vuestro bien, por el mío y por el de la corona. Que para la descendencia siempre será mejor un discreto bastardo que el escándalo de una impotencia manifiesta. Y ¡ay! de vos si vais sobrado de lengua y flojo de verga como el inútil de vuestro rey… así es que basta de palabrería y al tajo.

Mucho miedo y poca experiencia no eran buenos aliados para acometer tamaña empresa. Aún así, me puse a ello diligente. Fue tal vez, mi condición de mozarrón saludable, lo que aportó brío suficiente para obviar ciertas trabas que obstaculizaban el buen desenvolvimiento de la tarea encomendada, a saber: primero, incisivo e hiriente tufo sobaquero. Segundo, abundante y tupida pelambre púbica, que por un buen rato despistó mi desentrenado sentido de la orientación.

Sea como fuere, y a pesar de mi torpeza como amante, esa noche y otras posteriores, cumplí a duras penas lo convenido como obediente y discreto donante de “mascadas”. Eso si, esgrimiendo como atenuante en mi defensa, la presión y, por qué no decirlo, el miedo que infundían durante el acto sus descalcificaciones y amenazas.

En el fondo de una mazmorra, encadenado en prisión preventiva, dijeron, recordé a no se qué imbécil cortesano diciendo eso de “no hay acción sin reacción”, y allí estaba yo tratando de desenmarañar eso de las causas y los efectos, temiendo, con buen criterio, que preñada o no la reina, ya mi cabeza, por no nombrar otras partes de mi anatomía, no valía nada.

Voces autoritarias rompieron el silencio de la madrugada despejando del todo mi duermevela. Cuando sonó el cerrojo de mi celda temí lo peor. El rey en persona ordenaba al guardia y al resto de la comitiva que le dejaran entrar solo. Mis ojos acostumbrados ya a la penumbra percibieron nítidamente un ceño fruncido y una mirada de gravedad inquietante. En cuanto sonó el portazo, el monarca avanzó hacia mi rincón con paso lento pero decidido. Yo me incorporé como pude y él se detuvo a escasa distancia, como sopesando lo que estaba a punto de hacer. Sus mandíbulas se tensaron y su barbilla tembló visiblemente. Entonces… me abrazó y lloró con gran congoja. Al poco su mano se deslizó hasta mi trasero y lo apretó con ganas. Involuntariamente se dibujó en mi rostro una casi imperceptible sonrisa de suficiencia.














miércoles, 19 de agosto de 2009

Ensayo Sobre el cuento - Omar Messón

I


La teoría –porque supongo que es una teoría por su carácter especulativo- de que el cuento debe tratar un solo tema, la verificamos en la mayoría de los autores de cuentos que han expresado algunas consideraciones sobre el género; sin embargo ¿es ésta una característica del cuento o es simplemente un elemento repetido con cierta asiduidad en la mayoría de los cuentistas? De comprobarse lo segundo estaríamos frente a un elemento que resultaría menos una fórmula sine qua non que una comprobación estadística. Que todo cuento debe ser intenso es comprensible, pero esta compresión viene dada por el fin último que debe tener todo hecho literario: la purificación de la idea. La intensidad en literatura no significa compresión, eliminación de intersticios, falta de porosidad, la intensidad de la obra literaria viene dada por el correcto manejo de la idea, así, podemos ver que obras tan discursivamente extensas como Los Miserables, La Biblia o el propio Don Quijote de la Mancha no pierden un solo ápice de intensidad que le haya sido robado por la ampulosidad, son verdaderos paradigmas del arte comprimido. La diferencia entre el cuento y la novela ha sido escabroso tema que ha mantenido en vilo al crítico y al diletante. En un tiempo se redujo el problema a su mínima expresión y los críticos creyeron resolverlo diciendo que la novela es extensa y el cuento intenso. Se olvidaban de la novela corta, imperdonable olvido. Esta clasificación está harto alejada de un criterio científico, primero por las razones que acabamos de esgrimir y segundo, porque lo extenso y lo intenso corresponden a categorías intelectivas de dimensiones diferentes, no son conceptos contrapuestos sino que en ocasiones se complementan, no son contrarios, a veces se indiferencian, cada cual hace en su plano lo que tiene que hacer sin violar predios conceptuales ajenos. Creo que no hay la necesidad de volver a los tres monumentos literarios mencionados, pero la halitosis de los críticos que nos secretean al oído las fórmulas inviolables, nos tiene el estómago revuelto.

Julio Torri expresa, con tanto infortunio como dislate, refiriéndose a la verificación de los caracteres diferenciadores en la novela corta y el cuento, lo siguiente: “Se distinguen también en cuanto al público a que van dirigidos, pues el cuento corresponde antes que todo a lectores u oyentes más ingenuos y pueriles, que sólo buscan en él un entretenimiento pasajero o la fácil ejemplificación de ideas morales sencillas.” Por si falta horror en estas infelices declaraciones, Torri nos sigue diciendo en su alocada tozudez: “El cuento corresponde más bien a una etapa en el desenvolvimiento cultural de una nación. La novela corta en cambio va destinada a una clase social especializada en achaque de letras y que sabrá deleitarse con los incidentes dramáticos del relato, con la pintura del color local, con la intención irónica del autor o bien con el tema terrorífico.” En el primero de los infortunios el crítico atribuye al cuento ingenuidad y puerilidad, o, al menos, a los lectores que lo leen; nada más alejado de la realidad, ningún género literario, y el cuento no escapa a ello, viene caracterizado por el nivel intelectual del público que lo consume sino por el nivel intelectual, la sensibilidad y el talento del autor; ninguna obra, ni siquiera la literatura popular, es caracterizada por las condiciones y las cualidades del receptor, sino y sobretodo, por el tipo de asociatividad o linealidad del hecho discursivo. Si nos acogemos a la teoría de Torri habría que asumir entonces que el cuento, la literatura toda, es realizada por un orfebre a quien le toca atender predominantemente a las necesidades y los gustos del consumidor, cuando la realidad –que dista mucho de Torri- es que la obra literaria posee temas que no pueden ser calificados de pueriles, lúdicos o divertimientos pasajeros, sino temas a los cuales es imposible categorizar, colocar en niveles de bondad o maldad en la medida en que tocan aspectos del quehacer humano o al ser humano como entidad en su profundidad intelectiva o en su práctica folklórica. Los ejemplos que corroboran la teoría de Torri hay que buscarlos con lupa, en cambio, los que desmienten al crítico son tantos que hay que clasificarlos por época, lugar geográfico, tendencias literarias, antigüedad o modernidad, en fin, por donde quiera que se coloque el rasero surgirán miles de antagonistas de Torri. Uno de los que se adelantó a desmentir a Torri fue el propio Antón Chejov quien engendró la alquimia de separar el cuento de esa idea errónea de literatura infantil o menor. Fue Chejov quien alejó el cuento de la anécdota, de la enseñanza subjetiva y del afán moralizador. Una de las características del cuento chejoviano era el inicio repentino, era como una carreta que aparecía rauda en el escenario y el lector tenía que abordarla en su proceso de transmigración y, montado ya, el lector se topaba con la realidad de que la obra no concluía, la carreta seguía corriendo y el lector con ella.

Otro caso digno de anotar es el de Franz Kafka, que aunque contravenía a Chejov en la fantasmagoría de sus acepciones narrativas, daba al relato la característica de narrativa subliminal, legible sólo en la subjetividad del lector. Según Harold Bloom, los dos escritores afirmaron lo tácito del relato ¿y no fueron ellos acaso quienes crearon las dos tradiciones cuentísticas más importantes de la modernidad narrativa?

Torri utiliza la expresión “clase social” al referirse al destino de la novela corta cuando en realidad la literatura nada tiene que ver con un principio clasista; si bien es cierto que el facto literario beneficia o perjudica a determinada clase social, esto no significa que exista un principio sociológico que polarice la obra literaria.

El cuento ha tenido un desplazamiento paralelo a las corrientes literarias, incluyendo la cuentística del boom latinoamericano que siguió, en parte, los patrones de la realidad mágica, pero la cautela nos obliga a pensar que el realismo mágico no fue en sí un movimiento literario sino toda una visión sociológica del ser latinoamericano entrampado en sus realidades psicológicas, en sus interioridades, en sus mitos. El cuento debe poco a los rebuscamientos sintácticos, a la búsqueda lingüística, al experimentalismo, el cuento se va por los lados en el desfile de los monumentos experimentales. Alguien podría aludir a las excepciones y lo haría con sobradísima razón y con sobradísimo argumento pero esas excepciones son sólo eso.

Era Cortázar quien decía –y ya esto nos obliga al respeto- que el cuento breve moderno se caracteriza por la economía de medios; las narraciones arquetípicas de los últimos cien años han nacido de una despiadada eliminación de todos los elementos privativos de la nouvelle y de la novela, los exordios, los circunloquios, desarrollos y demás recursos narrativos. Pero esta economía de medios hay que entenderla desde una óptica limitativa, esta economía no significa en modo alguno que el cuento deba renunciar a la explicación ni al exordio obligatorio porque entonces se estaría renunciando a la idea, a la fidelidad del hecho pensado. Cuento no significa recorte, eliminación o rasgado, cuento significa unicidad en la función interpretativa, topicidad extrema, particularidad narrativa.

En el caso de la brevedad como recurso o característica sin la cual no se da el cuento es sólo un planteamiento porque la característica esencial no depende de la brevedad, podemos encontrar en el inventario de los grandes cuentos, ejemplares más largos que muchas novelas cortas, sin embargo esta ampulosidad relativa no lo elimina como cuento porque a pesar de ello posee las columnas vertebrales del género. En cambio, el caso de Augusto Monterroso podría devenir en un mal ejemplo, pues la cuentística de Monterroso –sin ánimo de denigrar su calidad- lo es de récord y de preceptiva, pero no necesariamente los cuentistas deben iniciar una carrera desenfrenada hacia la búsqueda de la brevedad. Todavía no alcanzamos a percibir si "El Dinosaurio" es un cuento o una broma.

Por otro lado, el final sorpresivo no debe constituirse en un elemento sine qua non del cuento, porque la espera obligada de la sorpresa en todo cuento crearía la expectativa y esta expectativa del lector constituiría en sí una antisorpresa. ¿No fue en esto acaso en que Chejov y Kafka innovaron el cuento? Tanto Chejov como Kafka dejan el cuento inconcluso, sin final, aportando a la naturaleza narrativa un ciclo de tiempo en continuo proceso. Qué hace John Steinbeck en Los Crisantemos sino negar el carácter obligatorio de la sorpresa en todo cuento. Y como Steinbeck podemos mencionar miles de ejemplos esclarecedores.

En definitiva, el cuento es de difícil ubicación conceptual porque no se trata de establecer reglas ni decálogos ni santas misas, se trata de que cada autor, cada cuentista penetre de manera tan certera en la realidad que nos cuente el hecho, sólo el hecho, no lo circundante, los ripios, las aristas, sólo le pedimos que nos diga exactamente lo que aconteció.



II



Los grupos artísticos se forman a partir de una idea de congregación de conceptos, de una intención de cercenar el anonimato y la soledad, de una voluntad de charlar, platicar y, a veces, analizar a profundidad tópicos importantes sobre el género o los géneros que une a los conglomerantes y a los conglomerados; comienzan como una pequeña roca en la arena y luego van sufriendo adherencias, los líticos, como atraídos por un gran imán, se van adhiriendo a la roca principal, no como rémoras, sino como un grano de materia con el cual la ostra (la literatura en este caso) va formando una perla que le va dando la forma a una idea de permanencia y muchas veces de trascendencia. Con los Jueves Literarios de Sosúa ha sucedido algo similar, se reunieron poetas, novelistas, cuentistas, a poetizar, a novelar la vida y a contarse cosas esofágicas que, atragantadas en el conducto, buscaban su exorcización. Se fueron adhiriendo rocas, es decir: ideas, talentos, inquietudes. Se fueron leyendo los cuentos y los poemas hasta entonces engavetados en las gavetas del rubor de los artistas, hubo que soplar para quitarle el polvo inexorable del olvido: iban cobrando vida, se manifestaban como posibilidades literarias, comenzaban a manifestar su catarsis interior.

¿Se puede hablar hoy día de consagración del grupo? Si tomamos en cuenta que sus miembros publicaron cuatro libros en el año 2008 (dos libros de cuentos: Ramón Gil, una novela: Oscar Zazo, y un poemario: Omar Messón), y además que con anterioridad se habían publicado dos novelas de Minelys Sánchez, y si tomamos en cuenta además que este grupo ha ganado seis premios literarios en menos de un año: tres Ramón Gil, dos Moisés Muñiz y uno Omar Messón, que recibieron más de una docena de reconocimientos por su labor intelectual, que tienen ocho libros en preparación y que ahora lanzan su propuesta de grupo en esta antología, entonces tendríamos que acordar en que el grupo está consolidado.

¿Pero está conformado realmente el grupo? La idea de grupo o generación ha sido lo suficientemente debatida como para que cojamos miedo de meternos en la bizarra discusión; sin embargo, el miedo no es tanto. Una generación puede distar de otra en muchos aspectos, uno de ellos es el aspecto cronológico, ya Ortega y Gasset habló sobre el asunto y quiso establecer los bornes limitativos, los jalones que delimitaban a una generación y a otra. Quince años de distancia quizás marcan, para Ortega, la diferencia entre una generación y la que le antecedió o la que le sucederá. ¿Pero es esto lo suficientemente científico, es lo suficientemente comprobable? y si lo es ¿cuáles son los elementos irrefutables, irrebatibles que utiliza Ortega para tan osada afirmación? Si examinamos las generaciones literarias más conocidas nos daremos cuenta de que están conformadas por miembros que entre el más joven y el de mayor edad median a veces veinte y tantos años. Ejemplo de sobras hay: generación del 98, del 27, la Generación Perdida de Gertrude Stein, etc. En el grupo que presenta esta antología hay una generación, aunque entre el más joven y el de mayor edad medie una diferencia de más de veinticinco años. Y es una generación porque aunque los miembros se diferencien tanto en término de edad, hay aspectos que los vinculan de manera determinante y que los hacen convertirse en harina de los mismos costales. ¿Y a qué se debe este agrupamiento que podría resultar sospechoso? Se debe a que los miembros, por la influencia intercambiada, leen los mismos libros, terminan enamorándose de los mismos escritores, se contagian de la opinión del otro, de los otros, y terminan compartiendo los mismos gustos literarios; por lo tanto, su conformación es generacional, por la comunidad de concepciones y por el intercambio de experiencias literarias que van creando, si no una obra con la misma calidad, al menos una obra fruto de las mismas experiencias literarias.

sábado, 25 de julio de 2009

Todo Incluido (cuento) - Minelys Sánchez

Harto del súbete y disfrútame, única fantasía erótica que su cuerpo le permitía, Lothar, atraído por documentales que ofertaban, sol, playa y sobre todo, mujeres hermosas, decidió comprar un “paquete” e irse de vacaciones al Caribe.

Romina llevaba varios años en esta aldea sacudida por el turismo en masa, haciendo múltiples oficio para sobrevivir como madre soltera de tres hijos. Ignorando los consejos de su abuela Teresa que en momentos difíciles le decía: - Romina hija mía óyeme bien, sí Dios te lo hubiera puesto en un lado, fuera para tenerlo guardado, pero, ya que te lo puso en el medio ¡úsalo como remedio! Pero Romina había nacido con la convicción de ser una mujer seria.

Desde el principio de su memoria, Lothar había sido esclavo de sus complejos. Su gordura excesiva parecía aumentar sin que nada lograra detenerla y su delirio culinario no le ayudaba. Él era incapaz de frenarse ante la tentación de un “Schweinebraten". Las tardes de fútbol las disfrutaba desde un banco, zampando innumerables bombones de chocolate.

Romina era una mulata bien plantada, de huesos largos y firmes, poseedora de unos encantos misteriosos y una sonrisa cautivadora. Al llegar al pueblo tuvo múltiples ofertas, pero ella, una mujer sensata, prefirió el empleo de camarera en un hotel.

La vez que la madre de Lothar lo puso a régimen tratando de mejorar la figura de su único vástago, el abdomen del chico creció de forma alarmante. – ¡Humm! una salchichita, no me engordará, se decía Lothar al quedar solo en la cocina y sus ojos golosos tropezaban con el refrigerador: - ¡Oh, un par de cacahuates y un helado de mora! Mamá jamás lo notará.

De nada sirvieron médico naturista, desayuno de manzana, almuerzo de coliflor y cena de jugos naturales. Lothar se atoraba de todo cuanto le tenían prohibido. Se convirtió en el hazmerreír de los amigos y sus complejos llegaron a crecer tanto como su enorme cuerpo.

Cuando empezó a trabajar en ese hotel donde le asignaban un edificio de diez habitaciones para terminarla a media mañana, Romina decidió a cambiar de parecer. El salario que ganaba era humillante y el trabajo interminable. Un buen día la mulata reparó en las sabias palabras de su abuela Teresa ¿y por qué no utilizar lo del medio para remedio, y completar el mísero salario con jugosas propinas?

A sus veinticinco años, Lothar había tenido tres romances de unos pocos días y vivía con sus ganas rezagadas. Su mayor ilusión era subirse al menos un instante sobre una mujer. Pero, lo veía cada vez más difícil. Miraba apenado su reflejo en el espejo. Esa panza gigante, esas piernas cortas y esa cabeza pequeña como un coco, parecía el personaje de un circo. Pero ese invierno, Lothar se animó. Dejó a su madre y su romántica ciudad a la orilla del Rin y partió al Caribe lejano.

Las compañeras no entendían de qué mañas se valía Romina para sacar tanta propina y se esforzaban pasándoles periódicos a los espejos para dejarlos brillantes. Restregaban los inodoros con cloro hasta dejarlos tan blancos como perlas y arrastraban con sus escobas la más mínima hebra de cabello. Pero ninguna obtuvo más propina que Romina.

Esa mañana, llegando al comedor, Lothar advirtió que había olvidado su brazalete de „todo incluido“ y volvió a buscarlo. Romina, que empezaba a limpiar el cuarto, le ofreció una sonrisa bellaca que tradujo sus intenciones. Sobre su blusa sin hombreras, que ella se bajaba con malicia, se notaban sus senos voluptuosos. Y si al entrar en una habitación notaba que se trataba de hombre soltero (porque eso sí, Romina jamás se metía con un hombre casado) la mujer se recogía la falda de tal manera, que cuando se bajara quedaran en evidencia sus encantos.

Lothar vio más que una simple ropa íntima cuando la camarera se agachó a recoger ¿quién sabe qué cosa? Su enorme corazón se estremeció como sacudido por una descarga eléctrica. No hicieron falta las palabras. Los encantos de Romina derrumbaron el muro de los idiomas y Lothar se lanzó sobre ella como un exaltado ejército contra un bando enemigo.

Romina no se dio tiempo a calcular la cantidad de kilos que se había echado encima, hasta que sintió que no podía respirar y un amargo sabor a sangre le inundó la boca. Aplastada bajo esos quintales de grasa, creyó que su final había llegado y empezó a pedir auxilio. Su voz como salida de un subterráneo llegó a los oídos de sus compañeras.

¡Está muerto! Gritaron al unísono.

Romina, confundida abandonó el lugar como alma que lleva el diablo. Lothar quedó ahí. Con una leve sonrisa asomada en su semblante sin vida.

martes, 30 de junio de 2009

El tirano - Gralia Herrera (cuento)

A las dos de la mañana, el hombre la llamó.
-Estoy en su puerta.
Los dos niños dormían. Su primer impulso fue decirle no, no es posible albergarle ahora, sabiendo el riesgo que correrían, sin embargo, le respondió:
-Un momento, ya le abro.
Le acomodó el sofá de la sala. Él tenía frío y no tenía ganas de hacer nada, pero era un compromiso. Afuera llovía a cántaros. Le ofreció un té caliente y unas cobijas.
-Buenas noches, dijo ella.
-Buenas noches, fue la simple respuesta del hombre.
-No hablaron más que lo imprescindible. Ella se marchó a su cuarto, y supuso que el hombre se iría a dormir.
-Qué rara sensación la de esconder perseguidos. La tensión a veces era insoportable. Estaba cansada.
-El hombre no dormía, tampoco. Tenía el rostro adusto, quizás por el peligro o los sufrimientos. Pensaba en cómo sabría si pasaba algo grave o si debía partir a ayudar a tiempo, en este fin del mundo. La pobre aldea no tenía mucha comunicación y no quería ser muy molesto con la esposa del compañero, aunque él le había dicho que era discreta y confiable, no sabía hasta dónde podría saber lo que pasaba si algo se complicaba.
-Justo hoy que íbamos a matarlo, no se apareció el muy hijo de puta. Envió a un delegado. El viejo era raro, como si adivinara lo que le esperaba. Todos estábamos allí paralizados. Esperando. Mi amiga me dijo antes de partir que no fuera y tuve un mal presentimiento ¿O quizás fue miedo? Pero es la causa, la vida misma...
-Un chillido lastimero de ave nocturna interrumpió mis pensamientos ...
-De repente como a las tres, tocan de nuevo a la puerta. La mujer se levanta y abre de nuevo.
-Es el compañero, el esposo. Empapado, con los zapatos llenos de barro, ropa sencilla y vieja, pero llevada con dignidad, viene con firmeza aunque cansado. Abraza a su mujer, me saluda al verme aún despierto en el sofá.
-Vinieron a mi cabeza las mismas escenas de cuando mi padre llegaba a casa y abrazaba a mi madre cuando yo era un niño. Hay quietud, silencio. La mujer se va. El compañero habla por fin: No quiero asustarte, pero...
Y yo respondo interrumpiéndole:
-¿Han salido vivos? ¿Lo han hecho?
El hombre responde:
-Algunos han caído...y de hoy en adelante no estaremos seguros...(lo dice con una desgarradora desesperanza)
Y la pregunta de fuego
-¿Ha muerto el maldito?
-Sí.
Mi pensamiento ahora es liviano como una pluma...no me importa lo que pase. Ha valido la pena.

viernes, 19 de junio de 2009

El otro niño de Maira - Domingo Gómez (cuento)

Ayer, cuando eras un niño, la vida era tan sencilla: consistía en levantarse temprano, ir a la escuela y pasarse la tarde jugando, sin mortificarse mucho, sin pensar para nada en el futuro. El presente de aquel tiempo era tan perfecto que soportaba un vistazo a un mañana.

Hoy, por el contrario, la vida se te ha hecho muy difícil. Esta mañana te vi salir temprano a vender tu bandeja de quesos y me acordé de que hace apenas un año te levantabas a la hora que querías.

Porque más que no trabajar, hiciste de tu vagancia una religión, hasta que Maira salió embarazada y te la hicieron llevar y te diste de golpe contra la superficie áspera de la vida.
Desde el momento en que vendiste la primera lonja de queso en la parada de autobuses sentiste un deseo incontrolable de orinar, pero el baño estaba fuera de servicio y si te orinabas en el árbol de la rotonda sería a conciencia de que perjudicarías tu negocio.

Entonces recordaste la forma en que nos divertíamos orinando cuando éramos niños; de las competencias para ver quién llegaba el chorro más lejos, de esos domingos en que nos subíamos a los árboles a orillas del camino real y le enseñábamos los bimbines a las hijas de doña Hucha.

Quisiste por eso volver a ser niño, sólo para descremarte como los perros en la goma de un carro y sin que nadie dijera nada.

Saliste de la parada a paso rápido, deseando de todo corazón que nadie te detuviese. Pero lo hicieron. Primero fue un limpiabotas que te regateó tanto el precio que tuviste que regalarle el queso para salir de él. Una señora te detuvo para pagarte un fiado que no esperabas cobrar y de paso te preguntó por Maira y el bebé, y finalmente, para empeorar tu mala suerte, te salió al paso el equipo de béisbol del barrio y tuviste que aguantarte las ganas quince minutos más, en los que volviste a tener despierto tus sueños de niño de ponerte una capa y convertirte en Supermán, no para salvar al mundo, que por ti se podía ir a la mismísima mierda, sino para desde el aire causar un pequeño diluvio. Pero tú sabías que si pudieras no lo harías, porque la vez que estuviste más cerca de volar fue cuando de niño nos robamos aquel enorme cartel de un candidato presidencial y con él construimos aquel avión de papel de proporciones descomunales.
Como tú eras el más flaco y bajito de todos te ofreciste para hacer el vuelo de prueba.
Recuerdo la mirada con la que desafiaste las fuerzas de la naturaleza aquella tarde y tu cara ensangrentada cuando juraste jamás montarte en un avión.

Cuando despachaste a los jugadores, saliste de la carretera decidido y entraste en el camino real con rumbo al río. Ahí dejaste caer la bandeja de queso, te bajaste la bragueta aprisa y lanzaste un largo chorro como cuando niño.

Observaste como los orines diferenciaban del agua por la línea amarilla que dejaban. Te acordaste que cuando niño, en ese mismo río, hundiste miles de barquitos de papel en las tardes en que sólo deseabas perder el tiempo.

Fue cuando te sacudías que te diste cuenta del líquido picante en tus piernas, del olor inconfundible y tuviste certeza de la realidad en que te encontrabas por primera vez.
Cerraste lo ojos con fuerza y con mucha rabia y cuando los volviste a abrir estabas acostado de lado en la cama, con los ojos de Maira fijos en los tuyos.

—Te measte — dijo ella.

Pero tú sabías que la cosa no era tan sencilla y que desde ahora Maira no te vería tan hombre.
-Mierda- dijiste, pero te habías mostrado vulnerable y de ahora en adelante, serías un segundo niño para ella.

viernes, 12 de junio de 2009

Fe motivada - Winder García (cuento)


-Quiero ser monja, papá-. Con esas palabras saludó mi
ex-novia a su padre aquella mañana.

La había conocido en el colegio cuando cursábamos el
bachillerato. Específicamente en la clase de física. No era la mejor,
pero por sus bellos ojos azules, aquel pelo lacio y su cuerpo,
se le podía perdonar cualquier desconocimiento...

Capitaneaba el grupo de porristas y era la más codiciada
por los chicos del plantel. Una prima en común nos presentó.
Confieso que no la sorprendí, pero como no era muy buena ni
en matemáticas ni en literatura, mi fuerte, utilicé esas deficiencias
a mi favor. Ahí empezó nuestra historia.

Al principio sólo me hablaba en la semana de exámenes.
En ese tiempo se mostraba muy cariñosa. Esto fue lo que la
perdió porque se enamoró de mí y aceptó ser mi novia. Antes
de conocerla era un perfecto desconocido en la escuela pero
después de mi noviazgo con ella, llegué a ser codiciado por las
chicas y envidiado por los varones.

Mi padre era un abogado famoso en la región y mi madre
la directora del colegio. Quizás esto influyera en que don
Armando me aceptara de novio para su hija y que confiara en
mí para salir con ella los fines de semana.

Ella me prometió que la noche de sus quince se entregaría
a mí. Esperé esta fecha con anhelo mientras en el colegio las
chicas me veían distinto y me coqueteaban y a veces hasta se
me brindaban.

Las demandas no me interesaban en lo absoluto. Poseía
a la chica más bella del colegio.

La visité dos días antes de la fiesta y le recordé la promesa.

-Te cumpliré-. Fueron sus frías e inspiradoras palabras.

Esa noche cené en su casa. Su padre me preguntó qué quería
con su hija.

-Lo mejor- le contesté.

A continuación pronunció un kilométrico discurso. Recuerdo
que dijo que su hija debía ser respetada, que ya no tendríamos la
libertad de antes, que habría un día para visitarla; y lo más importante,
que hablaríamos en la sala en presencia de la madre. Esas
palabras no me preocuparon en lo absoluto. Mi mente estaba
en la fiesta, quería irme a casa y acostarme para que durmiendo,
la noche terminara rápido.

Al día siguiente estaba enfermo. No pude asistir al colegio.
Tomé tres tipos de té y la fiebre no cedió. Mi amigo Iván fue a
visitarme al ver que falté a clases y le confesé que debía sanarme
para la fiesta.

-Lo que te enfermó fue esas ganas que tienes de majar con
Julia. - Esas palabras dieron en el clavo. Mi amigo tenía razón,
pero ni idea del remedio de sanarlo. A las 5:40 a.m., me sentía
mejor, pero aún no sano.

Fue un día de perro, pero a las cuatro de la tarde ya estaba
en pie.

-Necesitarás Viagra...

Quizá si le hubiese hecho caso la historia sería otra.

Llegué a casa de mis suegros aún un poco mareado. Mi novia
traía puesto un largo vestido blanco y era la reina del salón.
Para matar el tiempo, que sentía correr muy lento, me dedique
a tomar alcohol de forma casi olímpica lo que me hizo ver un
poco torpe cuando cumplí con el compromiso de bailar el vals
con la quinceañera.

Los invitados empezaron por fin a retirarse a la medianoche.
Cuando todos se habían marchado, mi novia salió a despedirme.
Vi en sus ojos el deseo de faltar a su promesa.

-Creo que hoy no podremos. . o eso entendí que escuchaba.
La sujeté, la besé, quise decirle que no podía faltar a su
palabra, que llevaba mucho tiempo esperando ese día, que yo
dependía de ella y esa noche. No fue necesario decir nada, con
el beso ella entendió. Dijo que entrara por la ventana a su cuarto.
Su prima me facilitó una botella de ron. Entré a la habitación,
me acosté en la cama con la botella en la mano. Era un fastidio
esperar. Me prometí que nunca esperaría a nadie y menos por
amor. Cuando ella entró la botella ya iba por la mitad. Se sentó
en el rincón. No podíamos hablar. Era su primera vez ¿Y cómo
empezar? Al acercarme su mojado rostro le dio un sabor más
agradable al beso. Por segunda vez en la noche mis besos hablaban
por mí. Ella se desnudó y se acostó, y en tono sugerente
me dijo, Hazlo.

Sin describir la torpeza que cometí al quitarme la ropa, me
lancé sobre ella.

-Despacio, por favor, despacio. -tal vez escuché eso.

-¿Y ya? -Eso sí lo escuché al terminar.

-Para eso me presionabas. Ésta era tu dichosa prueba de
amor.

No pude decirle nada. Me retiré.

Una semana después supe que se había ido a un convento.

De algo estoy seguro: fui la inspiración de que ella decidiera
ser santa.

jueves, 11 de junio de 2009

El sueño del soldado - José Ignacio Frion (cuento)

Hundido en el interior de la trinchera, los pies inmersos en
el espeso barro, muerto de miedo, aterido y viendo el mundo a
través de su máscara de gas, en los campos de batalla de Europa
aquel duro invierno de 1916, el soldado soñaba con la paz y la
victoria, en un intento de olvidar la terrible situación que estaba
padeciendo, utilizándolo como una vía de escape y liberación
mental, imprescindibles para poder seguir resistiendo, lo único
real a lo que se podía aspirar en aquellos trágicos momentos.
Y su mente navegaba lejos, sin límites ni fronteras, pensando
que si ganaban la guerra y llegaba la paz, la llevaría a ver el mar,
que como él, nunca había visto, y la llenaría de estrellas de mar,
de veleros, de gaviotas y...
Un enorme estruendo le devolvió a la realidad, y de inmediato
una lluvia de metralla cayó a su lado, al tiempo que un
diabólico repicar de disparos y el estruendo de mil explosiones,
ensordecían el mundo.

Después, solamente la efímera calma.
Y el soldado volvió a soñar que soñaba, que si ganaban la
guerra y llegaba la paz, la llevaría al sur donde existía una lejana
y extraña tierra llamada España, de la que había oído hablar un
día, donde las naranjas y las cerezas inundan el paisaje, el sol
siempre brilla, el vino corre generoso por las gargantas y...
No pudo continuar, nuevamente los sonidos de la muerte
se hicieron amos de todo, y hubo gritos de dolor, y de miedo, y
juramentos, y trozos de carne humana por los suelos, y la sangre
manchando el lodo de las trincheras, y otra vez el siniestro
silencio.

***

Y los pensamientos volvieron a la mente de aquel soldado
que no quiso la guerra, que no quiso matar, ni morir, y siguió
soñando que si ganaban la guerra y llegaba la paz, engendrarían
nuevas vidas por el amor y para el amor, y los días serían de
felicidad, y el pan y la miel abundarían, los pájaros y las mariposas
volarían libres por los cielos, las ß ores cubrirían aquellos
campos de muerte y...

Pero la paz nunca llegó para aquel soldado, y no hubo barcos,
ni estrellas en ningún cielo ni mar, ni mariposas en otro sueño,
ni vino, ni miel, ni naranjas de lejanas tierras, y la única victoria
fue la de la muerte con su eterno y obsceno silencio.

miércoles, 10 de junio de 2009

Con Chiara en el parque - Ramón Gil (cuento)

Ese sábado me levanté a las ocho, porque la cita era a las diez y siempre me toma una hora vencer la modorra del sueño. Había quedado en ver a Chiara. Ella insistía en que nos reuniéramos en la universidad, pero yo, hastiado de aulas, pizarras y tiza, sólo quería un lugar apacible en donde pudiera rozarle el brazo o susurrarle alguna frase íntima sin la presencia de algún oído intruso, escuchándonos.

Al final ganó mi propuesta. Cuando subíamos los tres o cuatro peldaños que conducían a un banco del parque, Chiara inició el diálogo. Empezó hablando de su soledad y de sus decepciones. Pero ya yo lo sabía porque me lo había contado Freddy cuando nos encontramos en el súper.

Después hablamos de mí, pero no por mucho tiempo porque le recordé las fotos que me había prometido. Entonces Chiara sonrió y pareció iluminársele el rostro. Abrió una carterita coquetísima de muñeca barbie y extrajo el álbum.

En las primeras fotos había una Chiara distinta a la muchacha que sentada a mi lado parecía hasta tímida. La Chiara de las fotos posaba en interiores blancos y rosa, en seductores interiores negros, en fin, en todos los colores imaginables. En otras, Chiara sin sostén, con los senos cubiertos con las manos, o por una simple pluma que apenas cubría el manjar de sus pezones. Y más adelante, fotos de Chiara de frente, con la mirada de una gata en celo, o de espaldas con sus hermosas nalgas blancas esperando que la besen, gritando en un lenguaje de celuloide por un toque suave de manos o un roce de lengua entre las piernas. Cuando cerré el álbum Chiara me miraba y sonreía. Yo no sabía que hacer.

¡Ay, muchachita! Tú no te quieres, atiné a decirle. Chiara acentuó su sonrisa. ¡Tengo hambre! dijo de sopetón. Lo que me sorprendió muchísimo porque las mujeres rara vez dicen esto en una primera cita.






Pasada la sorpresa, la invité a que comiéramos algo en una cafetería. Mientras caminábamos, me preguntó que cuál frase italiana me gustaba más si “Ti amo” o “Ti voglio bene”. Le dije que la primera y ella se decidió por la segunda porque era más secreta y se parecía menos al español ¿Y qué tiene de malo el español? Me atreví a preguntarle “Nada” dijo ella, pero hablar en español me hace sentir desnuda.

Sonreí. Me parecía extraño que le preocupara la desnudez del idioma y se mostrara tan poco recatada con la desnudez del cuerpo. “Tú no entiendes” dijo y pareció ponerse seria. Le pedí disculpas y ni siquiera sabía porqué. “Olvídalo” dijo Chiara y cuando entramos en la cafetería y ordenamos los jugos y los emparedados ya ella había olvidado el diálogo anterior.

¿Cómo te gustan las mujeres? Se aventuró a preguntar: “Con dos tetas, dos piernas, una vulva y una boca” le contesté. Chiara se echó a reír. “Eres un perro”, me dijo. Después el señor de la cafetería nos trajo todo y empezamos a comer. “Me gusta estar contigo”, susurró ella. “Buen provecho, Chiara”. Le contesté yo.

Éramos los únicos clientes de la cafetería a esa hora. El señor que nos atendió, el dueño supuse yo, se entretenía mirando un programa de entrevistas en donde los políticos prometían una y otra vez, acabar con las miserias de este y del otro mundo.

“Acércate un poquito”, dijo ella mientras se limpiaba la boca. Cuando pegué el oído a sus labios, me preguntó en un susurro si la quería. “Mucho”, le contesté pensando de nuevo en las fotos y sin poder apartar de mi imaginación su ombligo perfecto, la curva descendente de su vientre y esa mirada de pantera en acecho que transmitían tan bien todas sus fotos íntimas. “Pues dímelo siempre”, reclamó ella.

Iba a decirle una frase en italiano cuando el señor que suponía el dueño, se nos acercó y nos preguntó si deseábamos algo más. “Sólo la cuenta”, le dije. Cuando el hombre se apartó ya había olvidado la frase.

Pagué y salimos de la cafetería. Tenía pensado abordar el primer taxi que me encontrara, pues era todo cuestión de rutina: encontrar un taxi, invitarla a un hotel, hacer el amor, dejarla luego cerca de su casa, adiós y hasta la próxima cita.

Pasamos frente a cinco o seis taxis y no me atreví a montarla en ninguno. Lo que hice fue todo lo contrario de lo que acostumbro. Me fui conversando con ella hasta su parada y sintiéndome un poco avergonzado por lo que había pretendido hacer.

“Ya te quiero” dijo ella deteniéndose de repente y mirándome de lleno en los ojos. “Anjá”, dije yo, incómodo conmigo mismo y sin lograr apartar las malditas ganas de revolcarme con ella.

“Con que no me crees” se quejó ella. “No es eso”, le dije. Pero no me atreví más. Creo que ella me leyó las ganas y la cobardía en los ojos porque no dijimos nada por un momento. Así llegamos a la parada.

“Dame un beso antes de que venga la guagua”, me pidió Chiara. Se lo di suave como se da un beso de pena, pero sentí que algo empezaba a rompérseme dentro.

En realidad, no tuve mucho tiempo para pensar en ello porque vino la guagua y no hubo tiempo para más. Al doblar la esquina, Chiara todavía agitaba la mano. Gesto que para mí era inútil, pues no calmaba en absoluto, la desazón de su partida.

lunes, 8 de junio de 2009

Rompiendo Filas - Óscar Zazo (poema)

¨… y ella se lo agradeció con una mirada azul que le hizo enrojecer. Una mirada de esas por las que un hombre de los de antes era capaz de hacerse matar en el acto.
( La pasajera del San Carlos. A. Pérez-Reverte.)


¨Soldao¨ de la vieja guardia
romántico sin remedio
me vieron en el asedio
cara al viento y en vanguardia

Espada y alma en lo alto
el amor en bandolera
con su nombre en mi bandera
quise tomarla al asalto

Cuestión de acoso y derribo
poco riesgo, cosa hecha
mi montura bien pertrecha
mi corazón muy altivo

El amor curioso juego
alma serena, pie firme
antes morir que rendirme
primera línea de fuego

Quise firmar armisticio
al tenerla frente a frente
la derrota era evidente
y saber perder va de oficio

Algunos ojos de mujer
hacen saltar las alarmas
(y) tomes o depongas armas
llevas siempre las de perder

Ya caían mis defensas
sin la más mínima intención
de evitar una rendición
sin considerar la ofensa



Su sonrisa y su cabello
me dejaron indefenso
presa de un dolor intenso
mientras tocaba “a degüello”

Batiéronse en retirada
mi ilusión y mi arrogancia
con más prisa que elegancia
como tropa en desbandada

Bandera blanca hecha harapos
yo ya estaba de su lado
ya, cautivo y desarmado
y ella tocando ¨ arrebato¨

Rompo filas convencido
que en la próxima andanada
quisiera que se encontrara
en la trinchera conmigo

Enfrentar armas de mujer.
riña cruel y canalla
lucha en desigual batalla
que se termina por perder

En la guerra y en el amor
conviene mentalizarse
(que) pueden las cosas tornarse
cambiando de mal a peor.

Trueque - Omar Messón (Poema)

No me sangra la absurdidad del día

ni me conmueven las luciérnagas cojas,

ni sucumbo ante las volutas epidermis

que hacen desde el púlpito tosquedades insomnes,

que plantan sin reparos pormenores súbitos

pero comparto tranquilo la soledad del sol

y las valientes propuestas de la noche;

comparto un beso atribulado que ha rodado

desde la congestión de un labio

hasta el perfume que se posa en otro labio.

Puedo compartir el sudor de un cuerpo que resbala

por las sinuosas pasarelas del delirio

y puedo trocar –si es preciso-

una flor roja por la placidez de una sonrisa.

miércoles, 3 de junio de 2009

Negra (Poema) - Moisés Muñiz

Negra es la creencia.

Negra es el alma de los hombres.

Negra es la noche cuando se acaba .

Negra la belleza cuando es frívola.

Negra es la libertad que se priva.

Negra es la luz.

El comienzo y el fin.

Negra es la historia.

La nada.

Negras nuestras raíces

Negra nuestra música.

Negra es la magia.

Negras son mis intenciones cuando te veo desnuda

Mi negra.

¿Dónde estarás autora de mis desgracias? (Cuento de Moisés Muñiz)

¿Dónde estarás autora de mis desgracias? Es cierto que por ti conocí a los más grandes de la literatura, a quienes no quiero siquiera mencionar para no reavivar mi eterno dilema de quién es el mejor, quien es universal y quien no, o cuál es más puro o más original, quien ha influido más en los intentos que he hecho por escribir, en fin, no es el momento de caer en esas tontas discusiones internas que al fin y al cabo me llevan a Melville, Cervantes, Fuentes, Neruda y porqué no, a Márquez, a Kundera o a Suskind, y hasta a Zazo, a Gil o a Messón, que creo no los conoce mucha gente pero que para mí son muy buenos. Pero sigamos con lo nuestro. Decía, ¿Dónde estarás autora de mis desgracias? Aunque también de mis alegrías y de mis logros; de mis pasiones y mis desenfrenos; de mis sueños. Es imposible pensar en ti sin caer en las mismas reflexiones de siempre: y es que realmente por ti soy lo que soy. Recuerdo aquel día que te conocí. En ese momento comenzó mi carrera loca por la erudición sin ningún fin, sólo para perseguirte y demostrarte (demostrarme) que no eras más que una simple larva de las letras. O ¿qué te crees, que no puedo vivir sin tus descabellados caminos de palabras entrecortadas y sin ninguna esencia literaria? ¿Que tu arte para desmenuzar las grandes obras de los grandes escritores y hacer de sus despojos un montón de disparates, de basura literaria sin ningún sentido, es lo mejor que me ha pasado? Para nada, sabes que te aborrezco y si te tuviera en mis manos te aplastaría como a otro bicho cualquiera con mis brillosos zapatos; sí, ya sé que por ti los tengo también; bueno, a fin de cuentas para ser bibliotecario tengo que vestir bien y poner el ejemplo. Esta es la casa del conocimiento y yo soy su representante, ni modo que ande por ahí mal vestido y mugriento como tú. Yo no. Yo soy un intelectual. Según lo que leí en una enciclopedia virtual (si, ya sé que no sabes qué es), “el intelectual medita, reflexiona, discurre, se inspira, goza, busca, investiga, analiza, discierne, desmenuza, razona, contrapone conceptos, filosofa, organiza las ideas, proyecta, imagina, especula, atribuye causas a los efectos y efectos a las causas, interconecta fenómenos, en fin, hace uso de las limitadas, pero a la vez, vastas capacidades de la mente humana”. Eso es lo que yo hago y he hecho después de que te conocí. Sin embargo, tú no. Tú ni siquiera te acercas a ese término tan profundo y selecto. Quizás podrías llamarte una outelectual.

Pero, ¿Dónde estás mal nacida? Te he buscado entre todos los estantes de esta inmensa biblioteca, en todos los archivos, en todas las gavetas, en todas las cajas, en el piso, en el falso piso, entre las paredes, en todos los rincones de este salón del saber y no sé de ti. Y pensar que todo empezó con ese insignificante librito. Ese día estaba desempolvando los estantes de la segunda planta cuando me encontré con ese pequeño tomo escrito por ti. En esos tiempos todavía no era “El Bibliotecario” de la más grande biblioteca de la ciudad. Era un simple amo de llaves (porque siempre me han gustado los títulos) y nadie me tomaba en cuenta. Antes de abrirlo, en la portada, ya había sido cautivado por la huella imborrable de tus trabajos. Luego pasé página por página, siguiendo con cuidado y una curiosidad enfermiza el trazo de tus ideas y me fue imposible detenerme hasta que llegué a la última, esa que dice fin. A partir de ese momento me convertí en tu cazador. Hace ya más de treinta años que ocurrió ese encuentro contigo (ese encuentro conmigo mismo ya que me puso en el camino del saber) y hace treinta años que dejé de barrer para leer. Pero hace treinta años que no te encuentro.

Recuerdo el día en que el director, al verme pasar más tiempo con un libro en las manos que con la escoba, me ofreció el cargo de asistente. Fue uno de los momentos más felices de mi vida. Pero no por el hecho de tener otro tipo de empleo, o de ganar más dinero, sino por estar más cerca de ti. Ahora tenía licencia para cazarte.

Desde ese día te he buscado sin ningún resultado. He pasado y repasado las páginas de cada uno de los volúmenes de este sagrado recinto y no he podido encontrarte. He recorrido cada una de las librerías, bibliotecas y compra ventas de libros tratando de dar contigo pero he fallado. Me he topado con tu trazado en muchos de los libros que he devorado ávidamente. Tus rastros se ven por todos lados en cualquiera de los grandes clásicos, en los contemporáneos y hasta en los inéditos, pero aunque es tu firma, no eres tú, no es tu nombre. ¿O será que no quiero entenderte cuando me hablas? Como aquel día (aquella vez) cuando leía “Las mil y una noches” y siguiéndote de cerca en cada una de sus palabras, en cada una de sus páginas, como si hubiesen sido escritas por ti, me encontré con esas palabras interrumpidas en las últimas páginas del libro.

En la página ochocientos treinta y cinco del primer volumen de la primera edición de mil novecientos setenta y dos, en la oración que comienza con “Oh madre de Abdalah”, faltaba la letra h. En la página ochocientos treinta y siete, en la misma ubicación anterior, donde se lee “Azogue dijo”, faltaba la letra u. Luego en la página ochocientos treinta y nueve, de igual forma, en el mismo lugar de las palabras anteriores (como si hubieses atravesado con tu lengua de carpintero simétricamente cada una de ellas a propósito) en la palabra “mago”, faltaban las letras m y a. En la próxima, la ochocientos cuarenta y uno, en la continuación de la palabra “desenvainó”, la letra n y la o no estaban. En la página ochocientos cuarenta y tres, en la palabra “contemplaciones” no se veía bien la letra o. En las últimas dos páginas, en la ochocientos cuarenta y cinco y ochocientos cuarenta y siete no faltaba ninguna letra, pero un pequeño agujero parecía señalar dos palabras que terminaban la oración junto a las otras letras puestas en orden: estas palabras eran amaestrados y mono. Con los años de lectura había desarrollado una habilidad única para formar palabras con letras de diferentes oraciones sin darme cuenta, como si tuviera otro par de ojos siempre atentos a este inútil juego, y al ver estas me asusté tanto que cerré el libro y no volví a leer por una semana. Juntas decían “humanó o amaestrados mono”. Pero mi rigor crítico me permitió leer “humano o mono amaestrado”.

Ese incidente fortuito no hizo más que agravar mi locura por encontrarte y continuar mi búsqueda, perdido entre las páginas de un libro, periódico, revista o cualquier documento que contuviera letras y papel. En todos encontraba tu rastro, tu estilo único de escribir, tu influencia, tu firma, pero en ninguno estabas tú. Sólo tu olor.



Aunque no te conozca, eres mi autora más admirada, la más universal, la más genial. Creo que nadie te ha admirado ni deseado más que yo, aunque sólo sea para aplastar tu cabeza de insecto y ver toda tu materia gris desparramada entre las páginas de tus propios libros.

¿Dónde estarás, autora de tantos crímenes literarios, de tanto genocidio intelectual? ¿Dónde estarás maldita larva come libros?

Días de lluvia - Óscar Zazo

No debería ser tan triste,
La belleza bucólica del cielo gris,
ni el relativo brillo que la lluvia deja
en las hojas, en los tejados o en el asfalto.

No debería ser tan triste
el olor a sumisa tierra mojada,
que me transporta a otros tiempos,
ni el sonido monótono
de las gotas contra el tejado
que llega a mis oídos
como una melodía decadente
con sabor a vieja canción.

No debería ser tan triste
mi fijación distraída en la gota
que perezosamente baja
por el cristal de mi ventana,
ni tampoco, el esperar lánguidamente
a que las sombras lo invadan todo
permitiendo ya solo intuir
los tonos grises color de lluvia.

No debería ser tan triste,
pero en los días lluviosos,
los sonidos, los olores y los colores
solo me hablan de ausencias
que se bebieron mi alma.

martes, 21 de abril de 2009

La respuesta de Moisés Muñiz

Queridísimos, mi intención con esta espístola no es sembrar el desazón
o la intriga, pues por mi decora, no me atrevería a tal cosa y mucho
menos dirigiéndome con la propia a tan ilustrado conjunto de
homogéneos; presto estoy como siempre, si es que esta expresión es
válida dentro mi inquietud, a cumplir fervoroso y apasionado a los
votos de tan privilegiada liga de las letras, los designios que la
madre de las musas nos tiene reservados en tan distinguido clan y para
más no decir, que también a entegarme al solaz con la indudable ayuda
de ciertas bebidas espirituales que esplendorizan las ocurrencias de
vosotros, hasta el punto de deslucir el idioma y el trato literario
que nos caracteriza, obligándonos a revolcarnos invariablemente con la
inmundicia que atañe a los simples mortales que nos rodean, tales como
aquellos seres motorizados y nereidas de la noche mecionados en
anterior misiva, que dicho sea de paso fue escrita por uno de aquellos
que reponde a mi más alta estima, respeto y consideración, y que sin
embargo es la razón de mis especulaciones en torno a este debate
interno que me mortifica hasta lo más profundo de mi alma llana y
simple.

Quisiera pues, luego de reconfirmar mi fiel asistencia este jueves 8
de enero del 2009 a las 10:00 p.m. en punto al encuentro con sus
agraciadas y merecidas personas, que alguno de ustedes (si por la
casualidad o la causalidad de las cosas el promotor de mis reflexiones
no acude a este llamado) responda a esta, mi interrogante que
martiriza mis sentimientos y me ha dejado frágil y confuso:

¿A qué os referís cuando decís, y cito literalmente, - Se aconseja que
alguno de los miembros traiga "posibles" si es que acaso falta Moisés
-.
¡Oh, amarga musa de los sinsabores! ¡Que palabra tan hiriente!

Os pido su pronta respuesta al respecto para conciliar mi cordura,

sin ninguna afectación por nuestra parte,

queda francamente de ustedes

su servidor entrañable de siempre,

el "posible" Moisés Muñiz.

Invitación de Oscar Zazo

Muy señores mios:

Por medio de esta misiva, se comunica a los distinguidos miembros del Grupo Jueves Literarios de Sosua (tendente a la canalla poética y a otras actividades afines de utilidad y moralidad dudosa), que a partir de este jueves 8 de enero, a las 10 p.m. en punto pasadas, recuperan su condición de contertulios, con derecho a leer textos ajenos y aún los propios, a escuchar estóicamente, a repetir los chistes de siempre, e incluso a opinar sin riesgo a las represalias.

Tan selecto grupo mantendrá la dirección social habitual (la primera mesa de la derecha del bar P.J´s) que previsiblemente continuará estando amenizado con el trasiego de trabajadoras nocturnas, y las melodías de tres bares adyacentes, aderezado con los entrañables escapes de los motoconchos.

Sin otro particular y esperando contar con la inestimable presencia de todos, me despido muy atentamente.

P.D. Se aconseja que alguno de los miembros traiga "posibles" por si acaso falta Moisés.

Llamado a las reuniones. Enero 2009

A finales de diciembre del año 2008 fueron canceladas algunas reuniones de los jueves, debido a las festividades navideñas. Pero a principios de enero del corriente años el compañero Oscar Zazo hizo un llamado vía correo electrónico para que las reuniones se reanudaran el próximo jueves a lo cual le siguió la respuesta de Moisés Muñiz. Ambos e-mails son reproducidos aquí, que su contenido es digno de recordar estampado en bronce y se difundido a medio mundo este, nuestro casi anónimo blog.

lunes, 6 de abril de 2009

Declaración de los Jueves Literarios

No es que sobren las posaderas semidesnudas y los pechos
abiertos, o la música a decibeles jamás escuchados, tampoco
propugno la abolición de los motoconchos suicidas, pero es
determinante que surja una nueva propuesta para el equilibrio
natural de las cosas, y sobre todo para esta comunidad que
chapotea en el mar del caos y la destrucción (sin achacar tal
axioma a los seres y cosas anteriormente mencionados). Es
por tanto justo y necesario que en Sosúa exista un grupo de
locos que apuesten por las letras y el conocimiento en general.
Esta soberbia y valiente propuesta de estos hijos de Abraham,
en probar que existen al menos diez justos vivos en esta nueva
representación de Sodoma y Gomorra es, sin lugar a dudas,
una santa acometida que promete resultados, quizás no tan
convincentes como las armas de Dios, como aquella lluvia de
fuego y azufre que incineró por completo la antigua ciudad del
génesis y convirtió en estatua de sal a la esposa de Lot, pero
sí tan poderosa como una fuerza volcánica de la pluma y del
papel o en su defecto de un simple ordenador y Word. Estos
sonámbulos de las letras son en realidad excéntricos creyentes
de la selección natural de las especies, y aseguran fervientemente
que la supremacía del conocimiento Þ nalmente dominar
á sobre la ignorancia y la falta del saber. No parecen tan ilusos
cuando se les ve debatiéndose entre las garras de la barbarie y
el oscurantismo, cuando se reúnen cada noche de cada jueves,
decididos a defender sus ideas en el propio terreno enemigo,
haciendo frente a sus propios demonios, luchando contra las
mil y una tentaciones que les rodean, contra el implacable bombardeo
de esos que intentan hundirlos en los mares del deseo y la perdición. Estos caballeros sentados no tienen ojos para las posaderas semidesnudas y los pechos abiertos, tampoco tienen
oídos para las estentóreas ráfagas de la música caníbal y mucho
menos, (aunque no por estar al Þ nal de este argumento tienen
menos importancia) mucho menos para aquel solapado pero
invasivo ataque letal del motoconcho, asesino de tímpanos. A
altas horas de la noche, justo en medio del caos, estos eunucos
del mundanismo tienen todos sus sentidos y su fe puestas en
la literatura, la ciencia, la razón, el arte y por supuesto la humanidad;
no hay forma de corromperlos, su mente y su cuerpo
son santuarios incapaces de ser violados por las hordas de la
incultura.

No es humana la lucha, a juzgar por sus rostros mutados
por el dolor y la fatiga. Pero cuando sus ánimas alcanzan el
cénit y vuelan libres sobre la inmundicia y la mediocridad hacia
el paraíso del conocimiento, es entonces cuando se produce la
transformación y pueden verse gigantes siluetas de héroes épicos
con armaduras a rayas, diezmando con sus armas letrales
a la vasta legión de orcos iletrados prosélitos de la ignorancia
y la insensatez.

Por eso digo, es justo y necesario, en verdad es justo y necesario
que hayan surgido jóvenes aguerridos como estos locos
inadaptados, que aparentemente pasan desapercibidos en medio
de la pecaminosa vorágine secular de este pueblo, pero que
en realidad apuestan con sus vidas por la cultura, por la instituci
ón del saber y no por la prostitución del mismo; que apuestan
por un pueblo limpio y sano como su océano, que apuestan
por Sosúa y no por un nuevo Sodoma y Gomorra.

viernes, 13 de marzo de 2009

Jueves Literarios - Óscar Zazo

JUEVES LITERARIOS

Encuentros amenos y distendidos donde no son necesarios ni orden del día ni turnos de palabra.

Extrañamente, nadie se interrumpe, ni lucha por hacer prevalecer criterios a base de levantar la voz; y lo que es mejor, no hay ningún fatuo, pesado o petulante que trate de lucirse monopolizando las reuniones.

Son espontáneas. Se puede disertar sobre teología, dar cuenta de un buen cocido o contar chistes ingeniosos para terminar, por inercia, hablando de libros, autores o tendencias.

Cada asistente aporta contenido literario, por que cada quien tiene un estilo, un criterio y una visión propia que en general enriquecen la charla

Recomendaciones o intercambios, lectura de cuentos, ensayos, fragmentos de novela, artículos, poesía de verso libre o de rigor métrico quevedesco. Lenguajes llanos o exquisitos, crudos o sublimes. Orgía de metáforas, bacanal de sarcasmos, resaca de desamores y lluvia de soledades.

Críticas lejos del elogio, nunca ofensivas ni desalentadoras. Sinceros reconocimientos. Matices, discrepancias, opiniones diversas, a veces convergentes, a veces encontradas. Siempre constructivas.

En el aire flota cierta bohemia. Se ve a la legua si alguien acaba de conseguir dinero por la vehemencia para querer invitar. Los ojos chispeantes y risueños delatan “los posibles”. En otras ocasiones, la repentina astenia de algún contertulio, también delata la ausencia del “vil metal”. Pero al final, nadie pasa sed.

No parece existir el pudor, ni para opinar, ni para permanecer en silencio, lo que permite practicar el bello arte de la oratoria y la exquisita virtud de escuchar.

Hay personas empeñadas en etiquetar a Sosúa como lugar de moralidad dudosa, pues bien hay otros ambientes; Y para mi ha constituido una insospechada paradoja y de paso un lujo que en este rincón del mundo exista un grupo de escritores que, en algunos casos derrochen como si nada vastos conocimientos literarios, en otros un innegable talento creativo y en no pocas ocasiones, conjuguen ambos alegremente.

Si la fortuna le sonriera a alguno de los miembros, la parcela de gloria que le corresponda será bienvenida por todos, pero mientras, seguiremos aprendiendo, creciendo y sobretodo disfrutando de compartir nuestra pasión. Los libros.