lunes, 7 de septiembre de 2009

Amores Reales - Cuento - Óscar Zazo



Por aquel tiempo la voluntad de las personas no contaba, y mucho menos las opiniones o los gustos, por lo menos los míos.

Me aburría la corte, pero allí me encontrada merced a los esfuerzos, intrigas y sobornos, que con tanta dedicación, entretejiera mi padre hasta conseguir hacerme cortesano.

Por mi propensión innata a la pereza y mi natural desinterés por las cosas, no fueron pocos los palos y castigos de los que me hice acreedor, al parecer con sobrada razón, hasta que consiguieron meterme en la mollera modales y protocolos necesarios para el desenvolvimiento en la corte. Tampoco tuve nunca prejuicios ni lastres de conciencia que menoscabaran mi dignidad, tales como orgullo, lealtad o vanidad. De manera que a la postre lograron convertirme en un cortesano joven, apuesto y ahora refinado.

Y me habría ido bien, de no ser por una serie de acontecimientos en los que me vi, involuntariamente envuelto.

Todo empezó el día en que, a pesar de mis disimulos, su regia majestad puso los ojos en mí, sabría Dios con qué intenciones.

Una tarde a la salida de palacio una dama de compañía de la reina puso en mis manos un “billete real” con instrucciones precisas. Se trataba de una cita secreta con su alteza aquella misma noche. Recomendaba máxima discreción, “so pena de muerte” pensé yo, con los más lúgubres augurios.

Lleno de aprensión, acudí a la cita entrando a palacio por las caballerizas, desde donde la dama de marras, me condujo a una recámara. Allí permanecí solo durante interminables minutos hasta que de improviso apareció la reina.

Rodilla en tierra incliné la cabeza – Majestad…

- Vamos al grano, - escuché perplejo – estáis aquí para hacer un servicio a vuestra reina.

- ¡Siempre majestad!- manifesté raudo - Pedid la luna y al punto removeré cielo y tierra para ponerla a los pies de vuestra merced. – Y añadí aun a riesgo de excederme en mi actitud pelota y servil – Podéis confiar a muerte, que vuestro súbdito y seguro servidor derramará hasta la última gota de su sangre…

- Dejad ya de decir sandeces, majadero, - atajó la reina - e iros desnudando que tengo poco tiempo – escuché con estupor

- Pero majestad…

- Ni majestad ni gaitas, estáis aquí para llevar a cabo lo que el rey no puede o no quiere hacer, y espero quedar satisfecha de vuestros oficios, que no son otros que preñarme lo antes posible por vuestro bien, por el mío y por el de la corona. Que para la descendencia siempre será mejor un discreto bastardo que el escándalo de una impotencia manifiesta. Y ¡ay! de vos si vais sobrado de lengua y flojo de verga como el inútil de vuestro rey… así es que basta de palabrería y al tajo.

Mucho miedo y poca experiencia no eran buenos aliados para acometer tamaña empresa. Aún así, me puse a ello diligente. Fue tal vez, mi condición de mozarrón saludable, lo que aportó brío suficiente para obviar ciertas trabas que obstaculizaban el buen desenvolvimiento de la tarea encomendada, a saber: primero, incisivo e hiriente tufo sobaquero. Segundo, abundante y tupida pelambre púbica, que por un buen rato despistó mi desentrenado sentido de la orientación.

Sea como fuere, y a pesar de mi torpeza como amante, esa noche y otras posteriores, cumplí a duras penas lo convenido como obediente y discreto donante de “mascadas”. Eso si, esgrimiendo como atenuante en mi defensa, la presión y, por qué no decirlo, el miedo que infundían durante el acto sus descalcificaciones y amenazas.

En el fondo de una mazmorra, encadenado en prisión preventiva, dijeron, recordé a no se qué imbécil cortesano diciendo eso de “no hay acción sin reacción”, y allí estaba yo tratando de desenmarañar eso de las causas y los efectos, temiendo, con buen criterio, que preñada o no la reina, ya mi cabeza, por no nombrar otras partes de mi anatomía, no valía nada.

Voces autoritarias rompieron el silencio de la madrugada despejando del todo mi duermevela. Cuando sonó el cerrojo de mi celda temí lo peor. El rey en persona ordenaba al guardia y al resto de la comitiva que le dejaran entrar solo. Mis ojos acostumbrados ya a la penumbra percibieron nítidamente un ceño fruncido y una mirada de gravedad inquietante. En cuanto sonó el portazo, el monarca avanzó hacia mi rincón con paso lento pero decidido. Yo me incorporé como pude y él se detuvo a escasa distancia, como sopesando lo que estaba a punto de hacer. Sus mandíbulas se tensaron y su barbilla tembló visiblemente. Entonces… me abrazó y lloró con gran congoja. Al poco su mano se deslizó hasta mi trasero y lo apretó con ganas. Involuntariamente se dibujó en mi rostro una casi imperceptible sonrisa de suficiencia.